Educar de 0 a 6 años. La insoportable retórica de los discursos sobre el (llamado) «acompañamiento emocional»

A principios de junio de 2020 recibí de la dirección de esta revista la petición de escribir un artículo crítico sobre uno de los temas que en aquel entonces más se hablaban con relación tanto a la situación que se estaba viviendo como a la vuelta a la educación presencial a partir de septiembre: el llamado «acompañamiento emocional». Inmediatamente dije que sí, porque, lo confieso, hace ya mucho tiempo que cada vez que oigo hablar de «acompañamiento emocional» referido a la educación de la primera infancia se me ponen los pelos de punta. Y lo curioso es que, desde que hace más de veinte años me corté la coleta, ¡no tengo pelos en la cabeza!

Creo que cualquiera puede imaginar lo que me ha pasado durante estos meses, donde, en relación con la crisis global de la Covid-19, el tema del llamado acompañamiento emocional se ha difundido como pólvora y ha llenado los discursos de todo el mundo acerca de lo que necesitaría la educación, tanto en la actualidad como en la pospandemia. Leer a diario periodistas e incluso políticos, todos de repente convertidos en grandes expertos del tema, pontificar sobre el acompañamiento emocional como lo más novedoso y supuestamente necesario, cada día más me ha provocado una sensación de náusea profunda.

Pienso que esta es una declaración necesaria para introducir el discurso que intentaré desarrollar en el texto, en el sentido de que quien lea estas palabras ya se puede situar con respecto a su tono y objetivos: desmontar con firmeza, rigor y también ironía la insoportable retórica sobre este tema, que se ha convertido en una más de las tantas modas que, sin que casi nadie se dé cuenta, no permiten avances reales y auténticos en los procesos educativos que se podrían vivir dentro de la escuela.

Los sinsentidos de los discursos sobre el acompañamiento emocional
Después de leer lo dicho, sería razonable que todo lector se preguntara: pero, ¿por qué criticar con tanta firmeza algo tan importante como el acompañamiento emocional de niños y niñas en la escuela?
Mi respuesta a esta hipotética pregunta sería muy sencilla: porque estoy totalmente convencido de que hablar de «acompañamiento emocional» ¡es un sinsentido desde todos los puntos de vista! Lo digo de forma más extensa y contundente: es un sinsentido lingüístico, es un sinsentido pedagógico y cultural, y sobre todo ¡es un sinsentido con respecto a la identidad de la infancia!
En definitiva: ¡es un sinsentido educativo!

A continuación intentaré explicar las motivaciones que me llevan a estas afirmaciones tan tajantes.

Hablar de acompañamiento emocional es un sinsentido lingüístico
No debería caber duda de que las dos palabras que componen la breve frase «acompañamiento emocional» están entre las más usadas, pero sobre todo son de las que más se abusa en estos últimos años en el ámbito educativo.
A día de hoy, por ejemplo, la mayoría de los profesionales de la educación utiliza el verbo acompañar para referirse al papel del adulto, muchas veces sin preocuparse de concretar en qué consistiría ese papel de acompañante que el adulto debería desempeñar, y tampoco buscando una rigurosa coherencia entre las declaraciones verbales y las acciones cotidianas que se viven en las escuelas. El resultado es que esa palabra se ha convertido en pura retórica que, realmente, cuando se escucha produce (o por lo menos a mí me produce) un inmediato disgusto.

La palabra emociones y el adjetivo emocional también viven un auge descomunal que, desde mi punto de vista, es debido más a una moda del momento, la «mítica» educación emocional (de la que en el pasado escribí para argumentar ampliamente lo que pienso: Ferri, 2019, pág. 65-84), que a una auténtica conciencia del significado de lo que se está hablando.

Entonces, ese abuso en su empleo, a mi parecer, ha vaciado de significado ambas palabras, desvirtuando su potencial y convirtiéndolas en una especie de falso binomio fantástico, el que Rodari (2009, pág. 28) definía como un acuerdo anodino, que no promete nada interesante ni excitante.

He afirmado muchas veces, y en diferentes contextos, que una verdadera renovación educativa no pasa por la mera incorporación de metodologías o maneras de organizar la escuela que están de moda, sino que necesita mucha reflexión compartida sobre los significados de la educación en un determinado contexto cultural, histórico y político. Reflexión que debería conseguir la creación de un proyecto coherente en todos sus aspectos y matices. Asimismo, la renovación educativa necesita también de un cambio en el vocabulario, rechazando las formulas lingüísticas más comunes y de moda en pos de la búsqueda de nuevas palabras realmente capaces de expresar un nuevo mundo de conceptos y significados compartidos.

Hablar de acompañamiento emocional es un sinsentido pedagógico
¿Qué sentido tiene hablar de acompañamiento emocional como de algo pedagógicamente novedoso o incluso innovador?
Este es exactamente el problema que me lleva a hablar de sinsentido pedagógico, porque el pleno desarrollo de la personalidad humana o, dicho en otras palabras, contribuir a la formación integral de la persona, es el único objetivo planteado por la Constitución española en el párrafo 2 del artículo 27, dedicado a la educación (boe, 1978, pág. 8).

Es decir, después de 42 años poner tanto énfasis en el llamado acompañamiento emocional es como admitir públicamente que hasta ahora la escuela de la democracia ha traicionado su misión, aplastando la complejidad de un proceso educativo que hubiera debido ser integral y glo-bal, y reduciéndolo a la mera dimensión de la instrucción (Cacciari, 2020) con respecto a la adquisición de habilidades instrumentales (siempre y solo pensadas como un requisito que tendría un valor absoluto en sí mismo) y a la transmisión memorística de contenidos totalmente descontextualizados.

Ante esta afirmación, alguien podría replicar que esta llamada de atención a la dimensión emocional ya es algo, y que ¡más vale tarde que nunca! ¿Pero, realmente, se puede pensar que introducir en la misma escuela de siempre, porque de esto se trata, un supuesto acompañamiento emocional es la solución? Rotundamente: ¡no!

En primer lugar, porque no se puede plantear este tema como algo que, casi, va por separado, que es como si tuviera una identidad específica y desconectada del resto de la vida escolar. Como, en fin, si la dimensión cognitiva (la que tiene que ver con la idea de aprendizaje que caracteriza la escuela) no tuviera nada que ver con la dimensión emocional y viceversa.

Y, en segundo lugar, porque el problema no es añadir algo a la escuela que conocemos, la que, cabe recordarlo, durante los meses del confinamiento ha puesto en relieve con aún más fuerza los peores estereotipos y las obsesiones que la dominan:

  • La idea de impartir contenidos como eje vertebrador de su acción cotidiana;
  • La idea de evaluación como mera medida cuantitativa de la (supuesta) adquisición de esos contenidos (Ferri, 2020).

Esa escuela, sin duda, no hace más que conformar todo lo que va incorporando a sus propios patrones rígidos, con el resultado de pervertir la identidad de cualquier «novedad» que se introduzca. Ha pasado con los proyectos, con el aprendizaje cooperativo, con la educación emocional y con muchas otras metodologías. Ahora sería el turno del acompañamiento emocional, que dentro de esa escuela casi inevitablemente se reduciría:

“Poner tanto énfasis en el llamado acompañamiento emocional es
como admitir públicamente  que hasta ahora la escuela
de la democracia ha traicionado su misión”

  • O a algo más que habría que trabajar (maldita palabra que representa la completa negación de la educación como proceso relacional y mutuamente constructivo), sin tampoco saber ni cómo ni cuándo (porque, claro está, en esa escuela todo se tiene que encasillar dentro de un programa y un horario).
  • O a una patética actitud que llevaría a compadecer a quien mostraría estar más afectado por algo, lo que sea, al estilo de «Lo siento mucho. ¡Te acompaño en el sentimiento!». Se me perdone el sarcasmo, sé que me arriesgo a pasarme, pero conozco tan bien las costumbres del sistema-escuela que no dudo que en muchos casos esto es exactamente lo que pasaría. O acaso ya nos hemos olvidado de esos vídeos (¡terribles!) que llenaron las redes sociales durante los primeros tiempos del confinamiento, donde se veían profesores y profesoras levantando carteles con escritos que decían «Todo irá bien» (o «Tot anirà bé» cuando la lengua era el catalán), declarando que echaban muchísimo de menos a sus alumnos de infantil (que por cierto hubieran debido saber leer perfectamente para comprender lo que estaba escrito en esos carteles), prometiendo montones de besos y abrazos a la vuelta (que obviamente iba a ser muy pronto), y que luego cada semana enviaban por correo u otro medio telemático el listado de las actividades que, en la mayoría de los casos, no eran más que la repetición sin sentido de lo que, igualmente sin sentido, hubieran hecho de forma presencial. Un ejemplo aclarador, que no es más que una anécdota pero que, desde mi punto de vista, es muy representativa, lo he tenido en mi entorno familiar: a mi sobrino que acudía a la clase de 4 años de la escuela al lado de su casa, cada semana su profesora le pedía que los lunes hiciera «el dibuix d’allò que has fet al cap de setmana» (‘el dibujo de lo que hubiese hecho durante el fin de semana’). Y en las instrucciones para la familia estaba escrito que, dado que no se podía salir de casa, el niño tenía que inventarse algo para corresponder al tema del trabajo requerido…

“Esa escuela, sin duda, no hace más
que conformar todo lo que
va incorporando a sus propios
patrones rígidos, con el resultado
de pervertir la identidad de
cualquier «novedad» que se introduzca.”

 

No es esto lo que la educación contemporánea necesita, más aún después del confinamiento, sino que lo que se necesitaría es una escuela diferente, una escuela auténticamente capaz de actuar cada día para cumplir con su función primaria, que, como he mencionado anteriormente, no es más que la de contribuir al desarrollo integral de la persona.
Y eso ¡no se consigue sumando temas considerados actuales y/o novedosos!, sino reformulando y redefiniendo por completo la identidad misma de una institución como la escuela.

Hablar de acompañamiento emocional es un sinsentido con respecto a la identidad de la infancia
Aquí llegamos a la parte más contundente del texto, donde se cuestiona con firmeza la idea de que hablar de acompañamiento emocional a la infancia es una muestra de atención y respeto hacia ella. Para mí, ¡es todo lo contrario! Hablar de acompañamiento emocional a la infancia no es más que una muestra del paternalismo adultocéntrico que, a veces inconscientemente, empapa el mundo educativo.

Sé que esta afirmación, a primera vista, puede fastidiar o, en el mejor de los casos, resultar poco comprensible, y por eso intentaré explicarme con la mayor claridad posible.

Antes de todo, hay que remontarse al origen del concepto «acompañamiento emocional», que nace dentro de la llamada «Educación Viva y Activa», un planteamiento educativo que se ha desarrollado en Cataluña durante los últimos quince años y ha llegado a tener muchísimo éxito, hasta representar, en la narrativa corriente, la idea misma de «innovación educativa». No es por nada que la mayoría de las escuelas que emprenden procesos de cambio lo hacen incorporando maneras de organizar la vida escolar derivadas de las experiencias que hacen referencia a esa (autollamada) «filosofía educativa». El ejemplo más evidente y relevante al respecto es el de los «ambientes de libre circulación».

 

“Hablar de acompañamiento emocional
a la infancia no es más que una muestra
del paternalismo adultocéntrico”

 

Ahora bien, el concepto de «acompañamiento emocional» es uno de los ejes vertebradores de la Educación Viva y Activa, donde tiene una función preventiva con respecto al probable o más bien cierto, según ellos, inicio de enfermedades emocionales si no se protege al sujeto de los riesgos de sufrir interrupciones en su desarrollo biopsicológico (Reichert, 2011, pág. 13-14). Por eso, como explica Antón (2018), y partiendo de la constatación del hecho de que «las emociones están allí en todo momento, en todos los procesos del niño […], como adultos referentes […], nos toca estar allí presentes, con nuestro ser, acompañando sus procesos internos cuando transcurren, cuando aparece un enfado, un dolor, un miedo, una tristeza […]… Allí es cuando verdaderamente el niño necesita a un adulto que esté a su lado ayudándole a sostener esa emoción y poco a poco a comprenderla y poder nombrarla. Este proceso será el que le ayudará a construir un camino que le permita madurar, crecer, evolucionar en su consciencia de sí, en la comprensión de su mundo interno, así como también evolucionar en su relación con el mundo exterior, con el otro, lo que sería el mundo relacional. Notar qué diferente es este planteo de acompañarle a transitar este camino ofreciéndole nuestro acompañamiento como un camino más orientado a su propia conquista interior, a un movimiento que va de dentro para fuera, en el sentido que implica una maduración interior que posteriormente se reflejará en su relación con el afuera, con el exterior, a plantearnos que el adulto va a enseñar al niño a gestionar sus propias emociones, que sería un proceso que va de fuera hacia dentro».

Evidentemente, las intenciones parecen muy buenas, y por eso pueden convencer a muchas personas, de las que en buena fe quieren evolucionar la propia experiencia educativa, que ese es el camino correcto. Pero, según mi opinión, ese planteamiento presenta tres graves problemas desde el punto de vista cultural y conceptual:

  • El primero de estos problemas es que se da por descontado que existe un recorrido lineal muy rígido y determinista entre lo «interior» (el «adentro», que correspondería a la que viene considerada como la dimensión del «ser») y lo «exterior» (el «afuera», que correspondería a la dimensión relacional), en el sentido de que parece que la relación con el mundo, con todo lo que está fuera del sujeto, puede llegar a establecerse solo posteriormente al pleno desarrollo de la conciencia de uno mismo. Lo cual va completamente en contra de la cultura más acertada y respaldada por múltiples investigaciones en diferentes ámbitos del conocimiento, ya a partir del siglo xx y hasta la actualidad, que plantea la dimensión relacional, en todos los ámbitos y sentidos, como la base fundamental para el desarrollo de la persona humana en todos sus aspectos: de la identidad hasta incluso el cerebro. Desarrollo entendido como proceso abierto, complejo, múltiple y no lineal.
  • El segundo problema tiene que ver con las ideas de adulto y de niño que están detrás de esas afirmaciones, que nos retratan un adulto que parece una especie de «ser (casi) todopoderoso», sin el cual el niño nunca podría salir de la condición en la que se encuentra, más o menos la de un total incompetente emocional. Una idea que, quizás inconscientemente, refleja una soberbia inaceptable disfrazada de amor, respeto y responsabilidad educativa.
  • El tercer problema tiene que ver con un implícito que corre el riesgo de pasar desapercibido, es decir, el hecho de que toda esta visión está enfocada en las dimensiones problemáticas, con un marcado carácter de peligro inminente que parece amenazar a todo niño y niña, lo cual nos devuelve una imagen de infancia caracterizada por una extrema vulnerabilidad. Así que me sale natural preguntar: ¿realmente lo que caracteriza a la infancia es esta pretendida vulnerabilidad? Y entonces, ¿dónde estaría ese niño capaz, competente, fuerte, del que todo el mundo habla afirmando orgullosamente que así le reconoce y considera?

Debería quedar muy claro cuál es la referencia primaria que está detrás de esa manera de pensar en la educación: el psicoanálisis, la pseudociencia que a partir del siglo xx se ha destacado por no reconocer nunca al niño como un ser capaz y competente desde el nacimiento. Es más: el niño dibujado por el psicoanálisis es un sujeto débil, necesitado, completamente dependiente de los (buenos y, más a menudo, malos) comportamientos de los adultos hacia él.

En definitiva, como decía Malaguzzi, el niño del psicoanálisis es por definición muy triste, mientras que en realidad la infancia sería mucho más alegre en su relación con la realidad y la vida (si los adultos la reconocieran y le permitieran ser así) (Rossi, 2018, pág. 83).

 

“El niño dibujado por el psicoanálisis
es un sujeto débil, necesitado, completamente dependiente de los
(buenos y, más a menudo, malos) comportamientos de los adultos hacia él.”

 

Atención, no estoy afirmando que no hay casos de vulnerabilidad en la infancia, más bien ¡es todo lo contrario! Está clarísimo que, desafortunadamente, existen muchos niños y niñas que, debido a situaciones concretas, experiencias y vivencias subjetivas que tienen que ver con las condiciones del contexto de procedencia, están en condiciones de evidente vulnerabilidad. Niños y niñas que, por eso, auténticamente necesitan atenciones, medidas y respuestas muy puntuales por parte de cada agencia educativa en general y de la escuela en particular. Pero se habla de casos concretos, subjetivos e individuales, lo cual es muy diferente que retratar una imagen global y generalizada de infancia que tendría esas características de completa vulnerabilidad, como hace el psicoanálisis. Estamos entonces ante una visión de la infancia completamente creada por el pensamiento adulto, sin el respaldo de evidencias que vienen de investigaciones rigurosas y contrastadas.

Es por ello que hablo de paternalismo adultocéntrico en mi definir el llamado acompañamiento emocional como ¡un sinsentido con respecto a la identidad de la infancia!
Pero no hay que sorprenderse: el adultocentrismo es y sigue siendo dominante, aunque en la actualidad a menudo suele disfrazarse de respeto y defensa de la infancia. Véase por ejemplo lo que pasó durante el confinamiento, donde cada día aparecían artículos de «ilustres expertos» que nos hablaban de lo que los niños y las niñas estaban sufriendo, de todo lo que se les estaba arrebatando, y, claro está, cada uno tenía la receta perfecta con respecto a lo que no hubieran debido hacer en casa (por ejemplo, mirar pantallas, salvo que la escuela solo funcionaba a través de una pantalla) y, por supuesto, a lo que sí hubiera sido fundamental para su desarrollo (en un abanico de propuestas que iban, por ejemplo, de salir unas horas a diario para coger la vitamina D proporcionada por la exposición al sol a sumergirse por completo en la «madre naturaleza», etc.). Todo muy normal, pero ¿acaso alguien pudo leer artículos que daban voz a niños y niñas?, o que, por lo menos, se interrogaban sobre las posibles vivencias reales de la infancia a partir de preguntas no tan comunes como, por ejemplo, ¿qué están pensando niños y niñas con respecto a esta situación?, ¿qué están imaginando?, ¿cómo están interpretando todas las informaciones a las que, quizás inadvertidamente por parte de los adultos, acceden?, ¿qué ideas están elaborando con respecto a la situación actual?, ¿qué representaciones están construyendo?, ¿cómo están reformulando su panorama de significados con respecto al mundo y a la realidad?

Yo no he leído ningún artículo al respecto. Puede ser que algo se me haya pasado por alto, pero, en general, estoy convencido de que esa mirada abierta, esa auténtica curiosidad hacia las vivencias reales de la infancia no ha sido una preocupación del mundo adulto. Por la simple razón que el mundo adulto crea su propia representación de la infancia y no la escucha de verdad, porque lo que ese mundo adulto llama «escucha» no es más que la búsqueda del reflejo de las propias proyecciones culturales y/o teóricas, el reflejo de las convicciones derivadas de las teorías a las que hace referencia, independientemente de que esas mismas teorías tengan el respaldo de una cultura rigurosa y, sobre todo, contrastada.

“Estamos entonces ante una visión
de la infancia completamente
creada por el pensamiento adulto,
sin el respaldo de evidencias
que vienen de investigaciones
rigurosas y contrastadas.”

A pesar del paso del tiempo, estamos prácticamente en el mismo punto en que estábamos en la década de 1970, cuando Malaguzzi empezó su labor de auténtica escucha para dar voz a la infancia e ir más allá de las demasiadas palabras adultas sobre ella: todavía «la escucha no se da»…1

Y eso pasa porque, de nuevo quizás inconscientemente, no existe una auténtica confianza en el potencial de la infancia, una confianza capaz de reconocer que el niño posee la capacidad de pensar y sentir e imaginar e interpretar con mucha competencia el mundo y la vida, ciertamente con formas y maneras propias y que no necesariamente corresponden a la lógica adulta, pero ¡no por eso menos reales y significativas!
Dar crédito a la infancia sería entonces el gran reto que espera al mundo educativo y también a la sociedad en su globalidad.

Conclusiones: ¡más allá del «acompañamiento emocional»!
Para terminar, tengo que aclarar que acabo de escribir este texto a mediados de agosto de 2020, cuando ya no se habla mucho del acompañamiento emocional, que sí fue un tema estrella, pero cuando aún faltaba mucho tiempo para que se reabrieran las aulas. La urgencia que ahora empapa el debate público, en una situación donde los crecientes rebrotes de contagios preocupan cada día más, es sobre las condiciones de seguridad sanitaria ante la vuelta a la escuela presencial, prevista para septiembre.

 

“No existe una auténtica confianza
en el potencial de la infancia”

Además, puede ser que cuando se publique en la revista la situación real de las escuelas haya cambiado por completo, otra vez, con respecto a lo que ahora se está imaginando. Esto nadie, y menos yo, lo puede saber con antelación.

Es por ello que creo que el texto, por todo lo que he intentado argumentar durante su desarrollo, puede tener significado únicamente en un sentido más general, que sale de la contingencia y se abre a reflexiones más amplias con respecto a temas fundamentales de la educación:

  • Primeramente, la necesidad de superar, para siempre, la idea de una escuela que separa todo en ámbitos distintos y aislados entre sí (sean los que sean los ámbitos, incluso el emocional), para empezar a imaginar y crear una escuela realmente integradora y capaz de dar cabida a la identidad global de la persona humana, lo cual permitiría que, realmente, esa institución potencialmente tan importante cumpliera con la función que le reconoce y atribuye la Constitución;
  • Secundariamente, la necesidad de dar crédito a la infancia, dejando de inventarla únicamente a partir de convicciones adultas (sean las que sean), y empezar a escucharla con apertura mental y sobre todo confianza incondicional.

Y quizás esto pueda ayudar a transformar la escuela en un lugar donde, para parafrasear la muy conocida poesía de Malaguzzi (2005), «el juego y el trabajo, la realidad y la fantasía, la ciencia y la imaginación, el cielo y la tierra, la razón y el sueño» puedan por fin convertirse en cosas que sí consiguen ir juntas, no por otra razón que porque constituyen un todo global que no es más que la vida misma.

Referencias bibliográficas
Antón, V.: «Los recursos metodológicos para acompañar las emociones de los niños y niñas», artículo del blog de Senda – Centro de Acompañamiento Familiar y Educación Viva, de 21 de mayo de 2018 (https://sendabcn.com/recursos-metodologicos-acompanar-emociones/)
boe: Constitución Española. Núm. 311, de 29-12-1978 (www.boe.es/eli/es/c/1978/12/27/(1)/con)
Cacciari, M: «La scuola è socialità. Non si rimpiazza con monitor e tablet», artículo del periódico italiano La Stampa de 18 de mayo de 2020.
ferri, g.: ¿Y ahora qué? Escritos de un inconformista pedagógico, Barcelona: A. M. Rosa Sensat-Octaedro, 2020.
– «¿Qué debería aprender la escuela de la situación actual?», xarla en directo en el Instagram de la A. M. Rosa Sensat de 21 de abril de 2020 (www.rosasensat.org/video-gino-ferri-que-deberia-aprender-la-escuela-de-la-situacion-actual/)
malaguzzi, L.: «En canvi el cent existeix», en Els cent llenguatges dels infants, Barcelona: A. M. Rosa Sensat, 2005.
reichert, E.: Infancia, la edad sagrada, Barcelona: La Llave-Fundación Claudio Naranjo, 2011.
rodari, g.: Gramática de la fantasía, Barcelona: Del Bronce, 2006.
rossi, l.: Loris Malaguzzi. L’uomo che inventò le scuole dell’infanzia più belle del mondo, Reggio Emilia: Aliberti, 2018.

Nota
1. «La escucha que no se da» es el nombre que Malaguzzi, justo antes de su muerte, quiso dar a una futura colección editorial donde se publicarían experiencias significativas que intentarían dar voz al mundo de la infancia. La colección fue editada por Reggio Children a partir de 1995 y posteriormente fue traducida al catalán y castellano por la A. M. Rosa Sensat en 2005.

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