Y terminó el curso más insólito jamás imaginado. El curso en el que se prohibía compartir, abrazar, besar y disfrutar de la cercanía de los amigos, de los adultos, incluso de la familia.
Eso que nunca hubiésemos creído apareció en nuestras vidas y, con su presencia, pretendió hacer desaparecer todo lo bonito que se vive en la infancia: los amigos, los parques, las aventurillas en grupo, las vivencias compartidas, las risas contagiosas, las meriendas acompañados, los pilla-pilla y los «te cojo que puedo contigo, estoy más fuerte que antes», «te doy un beso que todo lo cura»…
Quisieron que desapareciera la infancia de la escuela, que los niños y las niñas asumieran más que nunca el rol de mano de obra, de piezas de la fábrica en la que solo tenían que estar presentes por y para «trabajar» desde su puesto (sin moverse de él más que para ir al baño). La infancia que entraba en la escuela, silenciada literal y físicamente por una mascarilla que hacía muy difícil que los demás los escuchasen, que debía realizar todo un «desfile» de entrada por unas zonas específicas, con unas distancias reglamentarias y a paso decidido para no demorar al resto de compañeros, que debía estar en su puesto a la hora del timbre. ¿Es eso una escuela? ¿Esto es infancia?
Pero llegaron los otros: los otros centros, los otros equipos, las otras personas, los que ya llevaban años apostando por humanizar la escuela, y una vez más desarrollaron las estrategias adecuadas para que niños y niñas siguieran sintiendo y percibiendo que su mundo en la escuela seguía siendo especial, acogedor y seguro.
Y, como si de ver el vaso medio lleno o medio vacío se tratara, cada centro y cada equipo apostó por una forma de hacer y de ser en esta inhóspita situación, siendo más o menos consciente de la importancia que esta vez tendrían las decisiones tomadas, las formas de abordar las situaciones y el lenguaje empleado cada día, empezando por el enfoque sobre los espacios abiertos: hubo quienes cerraron más aún los espacios exteriores a usar, con la comodidad que da el no tener que organizar nuevas estrategias para usarlos, ni distribuir horarios para que algún interesado los use («si no podemos usarlo todos no los va a usar solo uno»). Y se quedaron huertos sin usar, ojos de patios sin abrir y zonas del patio sin explorar.
Y ahí es donde los otros, los del vaso medio lleno, vieron lo útil que había sido durante años sacar la escuela al barrio, al bosque, al parque, y así poder seguir haciéndolo (tanto niñas y niños como familias conocían la dinámica), y además se permitieron dar un pasito más en la conquista de espacios y solicitar que el parque cercano estuviera más limpio para las visitas diarias, incluso aprovechar las calles peatonales cercanas al centro, los espacios municipales del pueblo y el aire libre cuando el clima lo permitió.
El lenguaje sufrió todo un cataclismo y se olvidaron otras expresiones por completo. Se empobreció el vocabulario, repitiendo continuamente frases como «no se puede», «es por tu salud», «es por el covid», «la normativa no lo permite», «el protocolo dice»…, y así unas cuantas más, que rebajaban la capacidad humana para dialogar y debatir a un simple intercambio de oraciones repetitivas y aburridas. Y a los niños y las niñas no les pasaba desapercibido: «No me puedo llevar el dibujo a casa por el coronavirus», «Al baño con mascarilla, que si no lo pillas», «Esto se parece a antes del coronavirus». Entonces llegaron otros tipos de lenguaje y de diálogo en los que la palabra coronavirus no era el sujeto de la oración, simplemente cuidando que el mensaje llegase libre de miedos y amenazas, con lenguaje positivo y amable y resaltando que no todo era por el virus, que un dibujo de témpera debe esperar a secar para podértelo llevar, como siempre.
Llegaron los encuentros con las familias, o desencuentros. En la puerta, con distancia, junto al cartel que te corresponde y sin poder intercambiar ninguna palabra con la tutora, bajo la atenta mirada de los demás para que la norma se cumpla sí o sí. Con reuniones solo virtuales, con conversaciones por correo electrónico, con plataformas de por medio para poder hablar de los temas trascendentales que envuelven al pequeño ser que tenemos en común tantas horas del día, tantos momentos importantes.
Pero, por suerte, existieron los centros donde los espacios abiertos del patio también fueron entendidos como punto de reunión, los encuentros fugaces por la mañana se articularon para no dejar atrás nada importante que trasmitir, las despedidas entre la familia y el niño se respetaron para seguir viviendo ese momento agridulce para algunos pequeños.
Las propuestas de excursiones parecían títulos de películas de terror: «Y vas a ir en autobús», «No te pueden acompañar familias», «No lo permite la norma». Y, una vez más, los que miraban con otros ojos, con otra mirada, encontraron visitas interesantes en el entorno más cercano, saboreando lo cotidiano, como ir a comprar el pan juntos para el desayuno o visitar la frutería para indagar sobre los frutos de temporada o los alimentos saludables. El mercado, la biblioteca, la sala de exposiciones municipal, la sierra o la playa cercana al centro…, tantos lugares que teníamos cerca y cuyo potencial pudimos descubrir y profundizar.
Las celebraciones parecían extinguidas, sin familias, sin hermanos que fueran a clase a acompañar en el cumpleaños, sin opciones de reuniones multitudinarias. Y llegaron las nuevas formas de celebrar, más íntimas, personalizadas, con nuevas maneras de transmitir las emociones y consiguiendo ser especiales para todos.
Y así con tantas y tantas situaciones que han pasado durante este curso y las que están por llegar. Las que no nos imaginamos y aparecerán. Y una vez más, nos pondrán en la tesitura de cómo abordarlo para cumplir con la normativa, con la seguridad de la salud de adultos y menores, y para aportar la cordura y el amor cuando los miedos imperan, gobiernan y deciden. Menos mal que tenemos a muchos profesionales muy buenos para seguir su modelo, contagiarnos de su ilusión y poder desarrollar la imaginación en busca de alternativas a los noes. Los que no normalizaron lo que no era normal, los que cuidaron sin inculcar el miedo y con responsabilidad, los que desarrollaron estrategias para no caer en el desánimo en los momentos duros y que siguieron luchando cada día por cuidar la salud emocional de sus niños y niñas.
Nunca antes se había notado tanto la diferencia entre una forma de ver y entender la escuela, la infancia, y la otra. O quizás sí, pero no la queríamos ver.
Elena Corredera, miembro del consejo de redacción de Infancia en Andalucía.