Resulta cada vez más evidente que, para toda persona que esté vinculada con la educación de los niños y las niñas, es prioritario comprender los motivos que promueven su actividad. Pero, en el mundo de la motivación humana, impera una gran confusión. Quizás esta confusión pueda deberse a una falta de criterio común a la hora de definir los motivos, y, cuando hablamos de motivos, hablamos de motivación. ¿Pero para qué queremos la motivación? Podemos distinguir por un lado la motivación que nos impulsa como adultos a formar parte del proceso de enseñanza-aprendizaje y por otro lado podemos contar con la motivación de niños y niñas a la hora de aprender y crecer. Cuando hablamos de nuestra motivación como adultos, está claro que se encuentra encaminada a definirse por los resultados que se obtienen, es decir, que, si a una educadora le interesa «obtener» principalmente una criatura obediente, sumisa y que siempre haga todo aquello que le pide, está claro que el tipo de motivación estará destinada a producir ese resultado, pero, si, por el contrario, se pretende estimular el desarrollo y la iniciativa individual del pequeño hacia una madurez en equilibrio, se dará una motivación con matiz diferente.
Para las criaturas la motivación se plantea de un modo diverso. Cuando las necesidades básicas se han cubierto, se da paso a otro tipo de motivaciones, pero existe una motivación que dejamos descuidada, y es la afectiva respecto a la actividad infantil. Toda experiencia y toda actividad tiene una fase afectiva. Cada experiencia se valora en función de su componente afectivo y esta valoración abarca desde el agrado hasta el desagrado.
Cuando las criaturas tienen experiencias agradables, aparecen actitudes de acercamiento y, cuando viven experiencias desagradables, aparecen actitudes de rechazo. Y aquí es el punto en el que aparecemos los adultos, con castigos, premios, recompensas. Todos estos incentivos les introducen falsos valores y los apartan de la satisfacción de aprender, llevando el foco a la experiencia de ganar premios y recompensas, y por supuesto de evitar los castigos. ¿Es necesario todo esto para «dirigir» a los niños y las niñas por «el buen camino»?
En definitiva, es la motivación la que nos impulsa y la que ha de mover a las criaturas, pero el abanico de las motivaciones de los adultos es muy amplio: ¿quién decide si son buenas o malas? En las criaturas seguro estará la respuesta.