En un grupo de infantil se aprende sobre la naturaleza de forma viva y sentida, con la construcción de un jardín y un huerto. Porque la mejor forma de aprender es planteando situaciones de aprendizajes reales.
El jardín de las delicias de El Bosco me impactó sobremanera. Es una obra onírica que arañó mi alma desde la adolescencia. Quizás por eso tengo un jardín en mi corazón y en mi cabeza que brota en mi vida personal y en mi escuela.
Muchos proyectos hice con mis niños y niñas sobre plantas, flores, frutos, semillas, hojas y árboles en mi grupo de Educación Infantil. Siempre rondó en mi mente que la naturaleza nos hace mejores personas. Por eso realicé actividades en mi escuela en las que las plantas estaban vivas y presentes. Pienso que el hábitat en el que vivimos nos conforma y es por eso que en la escuela hay que educar en y con la naturaleza, y no en esos patios de recreo carcelarios llenos de nada y cemento.
En primavera, en el grupo de infantil, decidimos hacer un jardín en el patio del colegio. Pretendíamos naturalizar el centro, aprender sobre las plantas y educar en el respeto a la madre Tierra. Para ello contamos con la ayuda de las familias y de las organizaciones del pueblo. La educación debe ser siempre algo compartido, una cuestión social, y por ello contactamos con la asociación Arco Iris de Vélez-Málaga, que nos proporcionó ideas, plantas y abono. Y vivimos la emoción de sembrar lo que traíamos del hogar. De casa trajeron plantas de fresas, tomates y pimientos, semillas de guisantes, rabanillos, y muchas macetas con flores, así que montamos un jardín y un huerto en el patio del colegio. Ya se sabe que la verdadera educación debe ser un encuentro entre la escuela, las familias y la sociedad.
Algún maestro, en el claustro, expresó reticencias al proyecto: «Porque los niños lo destrozan todo», «Porque eso no va a durar nada», que si patatín que si patatán. Siempre hay voces a las que es mejor no escuchar porque nos paralizan. Así que nos pusimos manos a la obra con los oídos tapados. Y aprendimos que las plantas tienen raíces, hojas y flores; que de las semillas nacen otras plantas; que beben agua como las personas para vivir y un sinfín de cosas más. Lo aprendimos haciendo, cuidando, sembrando, recolectando y emocionándonos. Si se aprende con el corazón, florece en el alma para toda la vida. Aún recuerdo a ciertas chicas y chicos, a los que llamo «de tierra y agua», esos que se mueven demasiado y siempre se manchan, regar a diario esas plantas como su principal juego en el recreo, y cómo se relajaban y actuaban de forma atenta y concentrada. Y es que el contacto con la naturaleza atempera nuestra alma.
En otoño, siempre se llenaba la clase de frutas para aprender texturas, colores, sabores y una
alimentación más sana. Con ellas jugábamos a las tiendas, degustando sabores exquisitos de verdad. Otras veces salíamos al mercado del pueblo a comprar verduras o frutas y realizábamos ensaladas o postres. Y aprendíamos sobre el dinero y a contar, a guiarnos por el plano del pueblo, a escribir listas de la compra y a muchas cosas más. Siempre celebramos el otoño con una fiesta de frutas en colaboración con las familias. No hay mejor comunidad educativa que la que comparte y disfruta de una fiesta saboreando frutas.
Plantamos fresas en clase y cada día mirábamos cómo crecían y maduraban. Y, por primavera, esperábamos con paciencia que nos tocara comer una fruta roja por riguroso orden de lista. Así aprendimos a concebir el tiempo, a esperar nuestro turno, a ser empáticos y a leer nuestros nombres escritos en un listado en la pared de clase. Y nos educamos en respetar las plantas, porque eran algo nuestro que habíamos traído de casa y plantado con nuestras manos y nuestras almas. Y aprendimos a esperar el turno, porque nuestro deseo debe convivir con los deseos de las demás personas.
No sé si quienes pusieron tanta resistencia a nuestro proyecto aprendieron algo sobre cómo se educa la responsabilidad, la autonomía, el deseo y el conocimiento de las ciencias naturales en la escuela, pero hace tiempo que cultivo un jardín en mi casa y me cuido mucho de las malas hierbas.
Otro día hicimos un trabajo sobre los árboles del cole. Y fue precioso ver a las niñas y los niños de mi clase dibujarlos, marcar sus cortezas en papel con carboncillo, inmortalizando su sorprendente textura, buscar información sobre cada planta y hacer un libro de toda la flora de nuestro colegio. Aprendimos que el nombre de nuestro centro, El Romeral, se debe a que había muchas plantas de romero en el lecho del arroyuelo en el que se hizo el colegio. Y es que la planta de romero floreció y dio frutos en forma de colegio, y ahora busca sus orígenes cerrando el círculo del conocimiento.
Sobre flores y hojas también realizamos situaciones de aprendizaje interesantes. Intenté que la educación de mis niños y niñas siempre estuviera vinculada a la naturaleza, quizás porque soy de pueblo y estuve siempre con los pies en la tierra. Recuerdo el libro que hicimos con hojas secas traídas de donde vivían las criaturas. Cada día, las niñas y los niños de mi grupo venían con montones de hojas que habían cogido de camino a la escuela. Jugábamos con ellas; describíamos sus formas, tamaños y peculiaridades; investigábamos a qué plantas pertenecían; las pegábamos en nuestro álbum y realizábamos obras de arte con ellas. Así descubrimos saberes esenciales de nuestro entorno mientras aprendíamos a respetar la naturaleza y a desarrollar nuestra creatividad.
“En la escuela, debemos enseñar a volar, partiendo de nuestra rastrera realidad”
Cada curso criábamos gusanos de seda y todas las familias se afanaban en traer hojas de morera para que comieran, hasta que vimos necesario tener este árbol en la escuela para dejar de tener que buscar su alimento a diario. Así, escribimos al Ayuntamiento planteando nuestra necesidad y nos plantó una morera en el patio de infantil de nuestra escuela. Ahí sigue, cada año, el árbol de morera que dejé como recuerdo en mi cole cuando me jubilé, dando sombra y alimento para las futuras mariposas que espero sigan volando sobre mi colegio. Y aprendimos a escribir cartas a las instituciones locales y comprendimos sus funciones y su necesidad. Nos sorprendió la metamorfosis de los insectos y cómo un simple gusano puede llegar a ser una linda mariposa. Porque, quizás, en la escuela, debemos enseñar a volar, partiendo de nuestra rastrera realidad, igual que voló El Bosco pintando su Jardín de las delicias.
Cristóbal Gómez Mayorga, maestro de
educación infantil y pedagogía terapéutica,
CEIP El Romeral, Vélez-Málaga.
cgomezmayorga@hotmail.com
https://cgomezmayorga.wixsite.com/website
Bibliografía
Díez Navarro, M. C. Mi escuela sabe a naranja. Barcelona: Graó, 2007.
– 10 ideas clave. La educación infantil. Barcelona: Graó, 2013.
Gómez Mayorga, C. Pensando en la infancia. Málaga: uma, 2022.
– Atando sentimientos con palabras. Sevilla: mcep, 2014.