Tema. Inclusión: un desafío ontopolítico para la Educación en Primera Infancia

Pone el foco en la noción de discapacidad que manejamos los adultos, tan distinto del enfoque que tienen los propios niños y niñas.

De esta noción dependerá, básicamente, nuestra propuesta para la inclusión. Si se considera como un diagnóstico se buscará solo la reparación, el acercamiento a la “normalidad”; si, en cambio, se valora el potencial individual se pueden ofrecer experiencias diversas de conocimiento.

María Antonia Irazábal Quintero

Este artículo intentará plantear algunas aristas del desafío que implica para la Educación en Primera Infancia el abordaje conceptual y práctico de la noción de discapacidad. La intervención que se realice está, en todos los casos, impregnada por las ideas, preconceptos y estereotipos que tienen las personas que ejercen los roles de la educación sobre la discapacidad; allende su formación y su especialización en la educación de las infancias.

La noción de discapacidad puede ser analizada en y desde diferentes modelos conceptuales. Estos modelos están embuidos de otras líneas demarcatorias que trazan su estructura y que dan lugar a diferentes tipos de intervención sobre la situación de niñas y niños marcados por la discapacidad.

Palabras clave: infancias y discapacidad, interseccionalidad, inclusión, capacitismo.

Para comenzar, se plantean algunas de las particularidades que tiene la interseccionalidad entre infancias y discapacidad y cómo, las prácticas participativas o inhibidoras para las niñas y niños en situación de discapacidad, propiciarán la inclusión o la exclusión desde la primera etapa educativa.

Cada modelo de inteligibilidad parte de un contexto histórico y arroja luz sobre algunos aspectos de las intervenciones; a la vez que impiden ver otros que se tornan inabordables.
También es desafiante captar cómo el mundo adulto actúa y se ciñe a prácticas a partir de la presencia de niñas y niños en situación de discapacidad, mientras que para los pares la diversidad –de los cuerpos y sus funcionalidades- aparece como una singularidad que forma parte de la grupalidad; sin mayores resonancias o dificultades. En general, lo que aparece es la pregunta por la diferencia, sin el atravesamiento moral; este llegará desde lo androcéntrico.

La interseccionalidad como herramienta de intervención y conocimiento
La interseccionalidad ha sido abordada por diferentes autoras como concepto, como metodología y también como estrategia de intervención (Palacios, 2008; Caballero, 2013; Peláez, 2013; Cruells, 2015)

En los años 80 varias autoras comienzan a trabajar sobre nociones que interpretan los fenómenos a partir del valor del cruce, y no desde la singularidad sumada o potenciada de cada dimensión. Kimberly Crinshaw y Patricia Hill Collins son dos de las principales, cuya influencia llega a nuestros días (Cruells, 2015).

Aluden a su inscripción política, ya que mirar una sola de estas dimensiones termina por desplazar el foco de atención hacia los márgenes, distrayendo de evidenciar el entramado de orígenes de la opresión y su complejidad intrínseca (Crinshaw, 1989, en Cruells, 2015)

La propuesta de estas autoras es pensar que las agencias de los grupos se basan en identidades complejas que, si se desconocen, se tiende a ignorar la heterogeneidad de las grupalidades y sus caminos de avance quedan invisibilizados. No admiten jerarquías o supremacías en los ejes que componen esta matriz de opresión – dominación, sino que promueven captar la complejidad de las situaciones y los procesos que las producen; así como a quienes las protagonizan.

McCall (2005, en Cruells, 2015) muestra a la interseccionalidad como un paradigma de la investigación empírica que permite pensar a la interna de las categorías de análisis, a la vez que ver los procesos que las interconectan.

Posteriormente Welton (2006), pone énfasis en que, si bien no se puede generar un sistema de importancia –en tanto qué eje de opresión es el preponderante- si es clave entender que cada uno tiene su peso y se modifica atendiendo a las circunstancias observadas y su contexto. La ontología de cada dimensión no se pierde, sino que, varía acorde a las asimetrías de la interseccionalidad. Es un enfoque con un doble potencial; ya que por un lado capta lo estático del fenómeno (identidades), mientras por otro lado permite ver sus variaciones, dinámicas y mecanismos de operación (efectos y dispersión). (MacKinnon, 2013 en Cruells, 2015)

Por ende, la propuesta de este artículo es pensar las oportunidades de la educación en primera infancia desde esta potente herramienta multifuncional.

Discapacidad: condición, situación y posición social
¿Cuál es la relevancia de los modelos con que se enfoca y/o define a la discapacidad? ¿Qué efectos producen en los cuerpos? ¿Cómo compone tus reflexiones este concepto?
Consideremos tres dimensiones para este análisis:
A. La condición de discapacidad,
B. La situación de discapacidad
C. La posición social de discapacidad (Palacios, 2008; Brogna, 2013).

A. Condición de discapacidad
Se entiende a la condición de discapacidad como esa “diferencia” calibrada y medible, valorable o comparativamente valuada que marca a los cuerpos con una condición de dis-capacidad.
Esta característica corporal, ya sea física o del funcionamiento psíquico-emocional, se tensiona con dos posibilidades de entenderla según los “lentes teórico políticos” que se utilicen:
–modelo médico – rehabilitador
-modelo de los estudios críticos sobre discapacidad.

1. Modelo médico – rehabilitador
Implica, en primer lugar, nombrar esta condición por y desde un diagnóstico médico o del sector de la atención en salud enfermedad. Allí está el déficit, la medida en valor de una función que no llega al estándar pronosticado para cuerpos con similares características de edad, clase social, zona geográfica, racialidad o etnicidad, etc.

Esta condición de discapacidad, por momentos basada en escalas biomédicas y en otros por percepciones de lo institucional (normado por reglas y perfiles de atención que modelan los cuerpos que reciben, como por ejemplo, el sector de la atención en salud, de la educación, etc.) capturan y pautan, para las personas identificadas como tales, derroteros y trayectorias vitales externas a sus deseos y a sus campos de posibilidad (ya sea construidos por ellas y desestimados por “voces autorizadas” –familiares, profesionales, técnicas, herramientas baremadas- – o ni siquiera (Oliver, 2008; Palacios 2008; Angelino y col., 2009)

Esta condición singulariza, individualiza y particulariza la discapacidad y la coloca en el cuerpo de una persona. Con este argumento se diseñan y prescriben tecnologías aplicables de distintos tipos y alcances (tratamientos medicamentosos, rehabilitaciones funcionales, vio-tecnologías, etc.), que tenderán a colocar a la persona con discapacidad en senderos de un único sentido, la recuperación, la cura o el mejor rendimiento acorde al diagnóstico o al déficit. Este camino está imbricado con las especializaciones médicas y pedagógicas, hacia las adaptaciones y ajustes personales, hacia el remodelado del espacio personal (con el efecto consiguiente del aislamiento y la exclusión).

¿Cómo se produce el “etiquetado” de discapacidad y cómo se adhiere en los cuerpos? Tradicionalmente la medicina y la pedagogía han tomado, como objeto de estudio, el “problema” de la discapacidad.

Estos saberes al intervenir toman al individuo, al cuerpo como materialidad positiva, centrando y aplicando allí sus tecnologías de atención.

Así se produce y plasma la desviación de ese individuo y sus funcionalidades, se trazan los objetivos de las terapéuticas y de las acciones necesarias para subsanar –al máximo posible- este apartamiento de lo esperado y lo “normal”.

Se funda así un déficit en ese individuo, que marca su existencia en términos de tragedia personal; tragedia que abarca a su entorno social cercano (familiares) tiñendo estas existencias de pesar.

Así demarcada la situación crónica se ata, definitivamente, a la necesidad de contar con la atención en salud y de profesiones expertas que les posibiliten el acceso a ámbitos sociales de desarrollo (educación, empleos, etc.). (Rosato Angelino y col., 2009)

Al decir de Oliver (2008) esta mirada desde lo deficitario y “enfermo” coloca una mancha en los lentes de quien le ve, lo que compromete su capacidad (allende su verdadero potencial, ya que no se otorgará espacio ni valor para su desarrollo).

El empeño del entorno profesionalizado –y por extensión, de sus entornos todos -se abocará a proponer actividades y proporcionar soluciones que tiendan a restablecer al máximo –no habrá chance de que sea ya una recuperación total- de sus posibilidades.

Será la persona, individualmente y así acompañada, la que deberá adaptarse y asumirse limitada, y acomodar su existencia en función y desde este punto de partida –que así visto es también de llegada, por ende, creando la inmovilidad vital.

El derrotero social, familiar y personal de alguien así conceptualizado, será muy claro y concreto, ya que estará en órbitas predefinidas por otros y protocolizadas en sus funcionamientos. Aparece poco espacio para tomar iniciativa y, el éxito y aplauso, estará en función de cumplir con los objetivos de una rehabilitación, de cumplir con tratamientos y adherir a las rutinas de lo agendado para y por su bien.

Varias preguntas surgen al reflexionar estas cuestiones a la luz de esta propuesta.

¿Cuál es el lugar social de una persona así nocionada? ¿Cuáles son los espacios para su existencia social? ¿Cómo puede generar proyección y ambiciones?

Este apartamiento del juego social, este quedar en el lugar de “otro” que es distinto y que, por tanto, no juega en las interacciones cotidianas, no accede a ese espacio donde se produce el intercambio de roles, de chances de producir y transformar y ser transformado.

Es claro, en esta sujeción anclada en lo deficitario, que aparezca –ya no mágicamente- el tutelaje de un “otro” autorizado, con funciones asimétricas, jerárquicas y con el superpoder de conocer anticipadamente los sucesos vitales, necesidades y disfrutes de su “ser tutelado”. (Angelino y col., 2009).

¿Hay lugar para “algo más” o “algo después” de la discapacidad en la vida de esas personas?

2, Modelo de los estudios críticos sobre discapacidad
En oposición a esta mirada médico-rehabilitadora se levanta otro modelo de comprensión que disputa el terreno ontopolítico de la discapacidad; atacando conceptualmente la noción de déficit. El objetivo es dejar de pensar “la noción deficitaria” como realidad puramente natural, a-histórica y pre-social. La condición de discapacidad se lee aquí de otra manera radicalmente opuesta. El déficit deja de ser una categoría neutral, personal y se postulará pensarla como un efecto de las lógicas imperantes y hegemónicas de los cuerpos.

Lo central pasa a ser mirar a la discapacidad como una categoría situada en un proceso histórico, enmarcada en prácticas tecnocráticas y asimetrías jerárquicas de poder que terminan por generar su aparición en lo discursivo como lo disfuncional o lo propio de corporalidades desviadas de la norma.

Esta crítica se condensa en un nuevo término, el capacitismo. Este vocablo encierra una lógica de regulación de los cuerpos que contiene una red de creencias, de procesos de intervención y de prácticas sociales que producen un sujeto encarnado en un cuerpo que cumple con los requisitos del desarrollo pleno de las capacidades humanas (Toboso, 2010).

En consecuencia, la discapacidad encierra una devaluación de ese ser (Toboso, apud Campbell, 2017), que le aparta de lo natural y deseable, de lo que genera los privilegios y recompensas institucionales (McRuer, 2016).

Este marco -funcional regulatorio de los cuerpos- produce la discapacidad en sujetos deficientes, que cristalizan en sí mismos tanto lo regulatorio como su desvío.

B. Situación de discapacidad
Esta dimensión centra su foco en lo relacional; entre personas y entre personas y entornos. El modelo social de la discapacidad permite la conceptualización de esta dimensión, ya que parte de evidenciar las barreras en los entornos donde estas relaciones humanas se dan, a la vez que visibilizar las barreras existentes en este campo en particular, el de las relaciones humanas.

A efectos de su análisis, pueden enunciarse cuatro tipos de barrera: físicas, de información, de comunicación y actitudinales. Estas últimas, se argumentan en mitos, leyendas, prenociones y prejuicios con un tránsito intergeneracional, cultural y de compleja identificación y –por ende- remoción.

En este modelo, la raíz del problema no es el déficit o la limitación de un cuerpo individual, sino las limitaciones de la propia sociedad para ofrecer los servicios y acompañar las necesidades de todas las personas y sus inasibles diversidades.

Este modelo desplaza el campo ontológico de lo individual a lo social, modificando el peso de la producción de las asimetrías, de las desventajas y de las limitaciones en el campo de los posibles. (Vallejo,2007; Palacios, 2008; Míguez, 2009)

C. Posición de discapacidad
La tercera dimensión es la posición que coloca a la discapacidad en una matriz de estructuras fundantes de lo social, de las representaciones y valores sociales.

Siguiendo a Brogna, esta posición se arma desde el origen mismo de nuestras formas de pensar, desde la cultura que nos tiñe y teñimos, desde la idiosincrasia, desde las estructuras cognitivas que admiten el tráfico discursivo y enunciativo y de sentir, desde el habitus bourdesiano que es punto inaugural –no elegido- de cada elección.

Estas estructuras se crean y sostienen desde las prácticas sociales (institucionales), desde los modos y mecanismos de vivir en sociedad.

La posición de discapacidad se puede evidenciar ante la desvalorización, el status disminuido en el que se coloca a la discapacidad y a lo que la rodea.

Inclusión: educar desde el potencial de la diversidad
Es importante que quienes llevan la tarea de la educación y tienen un rol protagónico en las propuestas prácticas cotidianas en los espacios de encuentro de las infancias puedan reflexionar sobre su postura respecto a la noción de discapacidad. Surgen tensiones, desafíos y terrenos difusos y confusos que nos obligan a aceptar que, la discapacidad se mueve y varía; ya no es el cómodo concepto diagnosticable, pasa a ser un campo de tensiones multidimensional que involucra –en forma inevitable- a quien lo piensa y produce. Es una condición, a la vez que un evento dinámico relacional y se alberga en esa urdimbre estructural de la que emerge a veces por sus efectos, a veces por su presencia y por momentos, se fuga en busca de otra posición.

La discapacidad como concepto complejo, parte del mundo adulto. Las niñas y niños se acercan a sus pares desde una mirada llana y diversa, con un potencial que inclina la balanza del conocimiento hacia la experiencia compartida y capta el mundo por fuera de las líneas demarcatorias del terreno social. Esta urdimbre será traída al campo por quienes portan el mundo institucional y adulto, androcéntrico y capacitista.

Por esto, es central la revisión personal sobre qué trama ideatoria arrastra para cada una y para cada institución la discapacidad, como opera sobre los cuerpos con los que intercambio y cómo las propuestas de conocimiento están fuertemente atrapadas entre condiciones, situaciones y posiciones de discapacidad.

La inclusión de niñas y niños, allende estas dimensiones, implican borrar el capacitismo de las intervenciones y dar lugar a que la diversidad enriquezca las prácticas colectivas.

Claro que es desafiante, ya que va en contra del proceso histórico que coloca a las personas que encarnan la discapacidad, en lugares especiales y especializados, para el que ninguna otra persona siente estar preparada.

La educación en la primera etapa de la vida tiene la oportunidad de no etiquetar, de contemplar propuestas educativas, cuya estructura apunte a captar el potencial creador de conocimientos y aprendizajes de cada persona; promoviendo que cada niña y niño se apropien de su mundo a su medida.

Si leemos la discapacidad como un diagnóstico, estaremos generando prácticas reparatorias, basadas en necesidades que no son sino apuestas a una normalidad protectora de la seguridad hegemónica.

Si miramos la discapacidad, sólo en las barreras que pueden obstaculizar la participación, estaremos restando potencia a la sorpresa de la diversidad de posibilidades.

El reto es librarnos de la carga negativa y restrictiva de la discapacidad y dar lugar a que cada persona tenga su experiencia de conocimiento, sin que sea el proceso educativo el que le robe su potencial creador y lo encasille en las formas correctas de pensar, de vivir y de crecer.

María Antonia Irazábal Quintero
Licenciada en Psicología
Estudios en Discapacidad y Género
Militante por los derechos de las personas con discapacidad

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