Tal vez haya un miedo adulto al niño que se ensucia, o temor a las explicaciones que habría que dar a las familias. Y estoy convencida de que, más que por seguridad, es por el miedo a que se ensucien, que la escuela infantil comenzó a llenarse de cemento, caucho y plástico, y a tener unos parterres de tierra y césped que son territorio prohibido.
El escultor o el pintor que van a su estudio a crear suelen hacerlo con la ropa más sencilla y, casi siempre, ya manchada. ¿Por qué la ropa para la escuela, la ropa de niños y niñas, que sabemos que aprenden corriendo, pintando, trepando, reptando, con pintura, con agua, con tierra…, tiene que estar limpia a la hora de salir de la escuela si, en realidad, las manchas son la evidencia de un día de grandes experiencias?
¡Quiero una escuela que no le tema a las manchas!
Una escuela en la que la naturaleza sea el espacio de juego y aprendizaje de la infancia; donde la tierra, la madera, el agua, el viento, la lluvia, sean los recursos.
Deseo una escuela amable, respetuosa y comprometida, que dé respuesta al derecho de niños y niñas a ensuciarse, a la necesidad que tienen de jugar libremente sin preocupaciones, sin ponerse nerviosos porque ensuciaron su ropa.
Una escuela con espacios para jugar con tierra: la fina, que es estupenda para amontonar; la más granulosa, y, por supuesto, la más barrosa. En la tierra se descubren muchos seres vivos –lombrices, arañas, caracoles, gusanos, hormigas…–, y en ella se puede jugar con palas, cubos, coladores, embudos.
Con espacios para jugar con agua. Para trasvasarla, para lavar, para mojarse, para cambiarle el color, para mezclarla con hojas, ramas y otros elementos. Una zona con canaletas que permitan hacer circuitos de agua y jugar con jarras, vasos medidores, escurridores, esponjas, cucharones, mangueras…
Quisiera, en todas las escuelas, clases o talleres, que niños y niñas puedan modelar, pintar –y pintarse las manos y los pies–. Pintar por el placer de hacerlo, y que puedan sentir la calidez, o la dificultad, de cada trazo sobre diversas superficies, y la sensación de la pintura sobre la piel. Y una cocina donde experimentar con frutas, verduras, líquidos, etc. Y un comedor donde aprendan a poner la mesa y coman con poca ayuda, o sin ella, aunque la cuchara llena de comida se gire y se manchen.
Quiero poder ofrecer, a los niños y las niñas, espacios y materiales para jugar en días de lluvia, para saltar en los charcos y disfrutar de la sensación y el cosquilleo de la lluvia. Espacios para ponerse a prueba y experimentar con el cuerpo: rampas de tierra, árboles y pequeños escalones. Una escuela con un arenero u obrador de arena, para experimentar la calidez y la textura de ese elemento. Y que sirva para hacer montañas, para amasarla al echarle agua, crear comiditas, hacer carreteras…
Deseo una escuela donde niños y niñas tengan libertad para conquistar los espacios, para disfrutar de la naturaleza, que no le tengan miedo a la «suciedad», que entiendan, y que sean capaces de transmitir a las familias que una mancha en la ropa, o en la cara, o el pelo un poco despeinado, hablan de la felicidad de las vivencias y de todas las experiencias lúdicas y creativas, del día a día, aprendiendo entre amigos.
Zaida Jiménez García, Maestra de educación infantil
Fotografías cedidas por Carme Cols