Referirse a Gabriela Mistral es relativamente fácil; como maestra, poetisa y primer Premio Nobel Latinoamericano de Literatura (1945) son cientos los libros que se han escrito sobre ella, más allá de su extensa obra literaria que tiene múltiples ediciones y traducciones. Pocas mujeres de nuestra región han dado tanto de hablar ya sea por su magnífica poesía y/o por su amplia prosa en la que abordó todos los temas: los que gustaban y los que inquietaban a la sociedad. La pobreza, los excluidos, la mala educación, la sociedad acomodada que invisibiliza los problemas de la mayoría, el difícil quehacer de la verdadera educación, la niñez abandonada, etc., todo era abordado por Gabriela, lo que implicó que muchas veces fuera atacada por sus contemporáneos que no entendían a esta mujer que sentía tan intensamente, y que pensaba mucho.
Este actuar de mujer luchadora hizo que la imagen que algunos difundieron de ella fuera casi siempre como de una persona muy seria, distante, con un rictus casi amargo. Si bien es cierto que su vida no fue un lecho de flores y la tragedia la rondó, también es cierto que tenía bastante sentido de humor como se ha conocido en grabaciones visuales que han salido al conocimiento en los últimos años, y que gozaba de las grandes y pequeñas cosas, como todo ser humano, y además como sabemos, también amó. De su sensibilidad, no hay nada que decir, lo captaba todo y lo hacía hermosa poesía.
Lo que es menos conocido son sus primeros años de vida, los cuales hemos indagado y dado a conocer en una investigación histórica1, porque con el respeto que ella merece, visualizamos al iniciarla, que una vez más se prueba la importancia de la familia en los primeros años de vida y en particular de las acciones amorosas y formativas que realizan, que algunos denominan la “educación refleja”.
La niña Lucila de María del Perpetuo Socorro nace en una sencilla casa de adobe en el pueblo de Vicuña en el norte de Chile, un 7 de abril de 1889, de un matrimonio conformado por Juan Jerónimo Godoy Villanueva de oficio profesor, y por Petronila Alcayaga Rojas, modista, quien es 12 años mayor que su marido, y que da a luz a su hija a los 44 años. Tiene además una hermana materna quince años mayor que ella: Emelina Molina Alcayaga, quien va a ser su primera maestra en la educación formal.
Lucila es deseada por su familia y el padre espera que sea una niña, noticia que lo llena de alegría al nacer su hija. Físicamente es como él, y una de las expresiones de su felicidad por la niña, es que arregla el jardín y la huerta con hermosas plantas en la casa del pueblo de La Unión donde ejerce, “para que empezara a amar lo bello”; además le hace versos, le toca diferentes instrumentos, y le canta y cuenta sobre las tantas cosas que sabe.
Al nacer, le dedica un verso deseándole el bien,
y otros para arrullarla como el siguiente:
“Duérmete Lucila que el mundo está en calma,
ni el cordero brinca, ni la oveja bala.
Duérmete Lucila que cuidan de vos,
En tu cuna un ángel, en el cielo, Dios.”
Petronila por su parte, la alimenta con su leche y posteriormente agrega lo que provee el valle: leche de burra y de cabra, los quesos artesanales, las frutas de la zona: uvas, duraznos, damascos, nueces e higos. Pero no sólo la nutre en el sentido literal, sino en todo lo demás que necesita un bebé en esa primera etapa: mucho amor y un ambiente enriquecido con los elementos de la cotidianeidad y que ofrece el contexto que tienen sentido para la niña. Así lo expresa la pluma de Gabriela:
“¿Recuerdas, madre mía, los días invernales en que mi cabeza se recostaba sobre tu seno buscando amor y abrigo, y mis manos buscaban las tuyas como pájaros entumecidos?”2
“Tú ibas acercándome,
madre, las cosas inocentes que podía coger sin herirme: una hierba buena del huerto, una piedrecita de color, y yo palpaba en ellas la amistad de las criaturas. Tú a veces me comprabas, y otras me hacías, los juguetes: una muñeca de ojos muy grandes como los míos, la casita que se desbarataba a poca costa. Pero los juguetes muertos yo no los amaba, tú te acuerdas, el más lindo era tu propio cuerpo”.3
El cuerpo de Petronila era menudo, pero era tan querido por la pequeña Lucila porque le proveía todo lo que necesitaba: sustento, amor, juegos y conocimientos. Nunca la castigó, que era lo común en esa época, por lo contrario, doña “Petita” sabe cantar, tocar guitarra y bailar con gracia lo que también aplica con su hija. Gabriela la recuerda así en estos menesteres:
“Y a la par que me ibas cantando, y los versos no eran sino palabras tuyas juguetonas, pretexto para tus mimos. En esas canciones tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia tan extraña en que la habían puesto a existir. Y así yo iba conociendo tu duro y suave universo: no hay palabrita nombradora de las criaturas que no aprendiera de ti”4.
A los tres años, se trasladan nuevamente; en esta oportunidad al pequeño pueblo de Montegrande donde su media hermana Emelina ha ganado una plaza como directora de la unidocente escuela primaria que es además su casa-habitación. De este lugar, Gabriela tiene gratos recuerdos como el perfume del jazmín que estaba en el patio y de una piedra blanca bajo la cual guardaba sus tesoros de plumas y piedrecitas jaspeadas.
Hace sus estudios primarios en esta escuela y participa de juegos tradicionales con sus compañeras tales como: la gallinita ciega, el “luche” (rayuela) y las escondidas. Cuando su hermana, va a cobrar su sueldo de maestra a Vicuña a caballo, lleva a la pequeña Lucila en su falda, y así va conociendo el valle, sus casas, los personajes, sus actividades y la naturaleza del entorno desde ese peculiar sitial.
Así recuerda Gabriela estas experiencias: “Mi memoria de la infancia no es sino la memoria de los seres de la aldea, de los animales que eran mis compañías, porque jugaba con los lagartos en la mano, lo mismo que con las palomas”5.
Aprende a leer en un mes en el silabario “Matte” y en una pequeña pizarrita que le compran, escribe sus primeras palabras. De esta manera, con esta rica experiencia formativa del hogar y de la escuela, hace sus primeros versos a los 8 años, los que se han perdido en el tiempo, pero que se expresaron posteriormente en cientos de ellos, que son los que conocemos y que han enriquecido el alma de muchos.
Así, podrían sintetizarse los primeros años de vida y formativos de la niña Lucila, los que sin dudas dejaron huellas importantes para que se desplegara la gran Gabriela que todos admiramos. Ella no fue al Jardín Infantil formal, pero sin dudas tuvo uno en casa, ya que las experiencias que hemos reseñado están llenas de los principios y criterios de lo que implica la buena educación en la primera infancia.
Ojalá todos los niños y niñas del mundo pudiesen tener experiencias como éstas desde sus familias y sus contextos, las que, con su sencillez, calidez, sentidos, oportunidad y asertividad, son esencialmente humanizadoras, son en esencia las características o cualidades de la verdadera educación de la primera infancia.
Por todo lo expuesto, podemos concluir que la pequeña Lucila, sin dudas, la tuvo.
María Victoria Peralta Espinosa
educadora de eduacación infantil. Profesora universitaria de Chile
Notas
1. Peralta, M. Victoria. “El pensar y sentir de Gabriela Mistral sobre la educación de la primera infancia, sus educadores e instituciones”. U. Central/IIDEI, Santiago de Chile, 2012.
2. Mistral, Gabriela. “De mis tristezas”. La Voz del Elqui, Vicuña, 13 de julio de 1905.
3. Mistral, Gabriela. “Recuerdo de la madre ausente”, en: Su prosa y poesía en Colombia. Tomo II, Convenio Andrés Bello, Bogotá, 2003, pág. 451.
4. Mistral, Gabriela. “Desde México. El día de las madres”. 24 de junio 1923.
5. Calamari, Robert. “Gabriela Mistral en Panamá. El encuentro de dos maestras”. Documento mecanografiado familiar. Pág.11.