En la escuela realizamos tareas de investigación, para las que previamente apuntamos posibles respuestas o hipótesis para buscar información, contrastarlas, y finalmente refutarlas o desecharlas. No nos gusta dar la solución cerrada, preferimos dedicar nuestro tiempo y nuestro entusiasmo a indagar.
La vida diaria está llena de misterios sin explicación para los pequeños: por qué llueve, por qué aparece el arcoíris, por qué desaparecen los charcos, a dónde va el agua del mar cuando baja la marea, por dónde crecen las uñas o el cuerpo, dónde se guardan las palabras que decimos, para dónde escapan los olores y otras muchas preguntas necesitan de nuestro concurso para ayudarlos a desvelar el secreto que ocultan.
Estas tareas, que finalmente se convierten también en experiencias de vida en las que colaboran las familias y otras personas externas al centro, pueden tener unas duraciones muy variadas, ya que siempre las hemos definido como experiencias elásticas: sabemos cuándo comienzan, pero ignoramos cuánto pueden dar de sí.
A continuación, para que pueda servir de ejemplo, vamos a exponer tres: «Arena cinética, arena de la luna o arena mágica», «Calabazas espinosas: chayotas» y «El gallo de Barcelos y las previsiones meteorológicas».
Arena cinética, arena de la luna o arena mágica
Nuestros niños y niñas quedaron maravillados cuando una compañera nos trajo una bolsa de arena cinética del Museo de los Niños de Nueva York. No la conocíamos y sin verla y tocarla resulta muy difícil explicar la sensación que produce, tanto visual como táctil, pero se pueden ver vídeos en la red que permiten hacerse una idea bastante aproximada.
Por aquel entonces estábamos muy dedicados a nuestros talleres de modelado, y esta forma de trabajar, con este material, era una experiencia y una sensación que no se parecía a ninguna de las otras masas o pastas que habíamos empleado con anterioridad. Incluso tiene un efecto relajante, casi hipnótico, cuando se observa cómo se expande y desmorona.
Quedamos tan enganchados que buscamos por la red cómo podríamos fabricarla en clase, porque era bastante costosa.
En una primera búsqueda, vimos varias recetas para hacerla que nos parecieron de lo más sencillo: al parecer solo se trataba de añadir aceite de bebé. Cosa fácil. Así, buscamos arena, tal y como nos indicaban la metimos en el horno para eliminar gérmenes, la tamizamos y, todos ilusionados, añadimos el aceite. Los niños y niñas fueron los primeros en percatarse de que aquello no era igual a la arena cinética comercial que habíamos probado. Percibieron que esta manchaba las manos –cosa que no sucedía con la otra–, que no lográbamos compactarla para darle forma y que, luego, no se deshacía como la otra. Miramos si se trataba de añadir más aceite, pero ese no era el problema. Disfrutaron jugando con ella, pero no hacían más que compararla con el recuerdo táctil y visual que tenían. Esto dio mucho de sí. Por ello no lo entendimos como un fracaso, sino que nos dio ánimos para seguir indagando y probando nuevas fórmulas.
Un niño apuntó que a lo mejor yo me había confundido y que seguro que se trataba de gel de bebé, ya que es más pegajoso. A todos los demás les pareció acertada la propuesta, de modo que ese sería el segundo intento. Otros apuntaron la posibilidad de echarle agua. Otros, de que podía tratarse de suavizante, porque dejaba las manos muy suaves. Nos pareció increíble la cantidad de hipótesis o alternativas que salieron. Acordamos, además, que les pedirían a sus padres y madres que buscasen desde sus ordenadores o tabletas por si les aparecía algo distinto que en el nuestro.
Por nuestra cuenta afinamos más la búsqueda y supimos que la arena cinética es un compuesto que en su mayor parte –98 %– es arena, más un 2 % de compuestos químicos como el polidimetilsiloxano, una silicona basada en un polímero orgánico que la dota de unas particulares propiedades como la maleabilidad, y que hace que no se seque, no manche –porque solo se pega a sí misma–, y no sea nociva. Este compuesto es tan caro que no compensa hacerlo en casa.
Pero ya estábamos embarcados. Ahora no había vuelta atrás: al menos debíamos comprobar las propuestas de los niños. No teníamos nada que perder, estábamos investigando, manipulando, ejercitando la memoria visual, la táctil, y cuando menos estaban entusiasmados. Así, vimos también la alternativa de añadir almidón de maíz –maicena– y agua.
De nuevo nos preparamos para las pruebas: los dividimos en cuatro grupos según apostasen por la opción de agua más aceite, gel, suavizante, o el ingrediente secreto de la maestra –harina de maíz–, que la verdad no contó con muchos seguidores, excepto un niño y una niña que, suponemos, se posicionaron más por fidelidad conmigo que por convicción.
En papel, preparamos una tabla de verificación de hipótesis, que cada uno iría cubriendo en función de su percepción de los resultados conseguidos con los diferentes ingredientes, así como del cumplimiento de las características singulares de la arena mágica: no mancha, modela, se desmorona, se mueve. Fuimos conscientes de la dificultad que entrañaba la verificación de una de estas características, formulada en negativo –no mancha–. Podríamos ponerla sin la negación, cosa que facilitaría su comprensión, pero de este modo no nos darían todas las comprobaciones en afirmativo, por lo cual decidimos mantenerla así. Si lográbamos la fórmula correcta, tendrían que cumplirse todas las condiciones, al igual que sucedía con la arena comercial.
Tras los fallos de las tres primeras opciones, y viendo su desánimo, llegamos a prometer que si no lo lográbamos compraríamos un paquete de arena cinética.
En cuanto a los resultados del producto, hay que reconocer que solo logramos acercarnos a las cualidades de la arena comercial con la mezcla de maicena, lo que los hizo estallar de alegría como cuando los científicos hacen un gran descubrimiento. Con la excepción de que mancha un poco –no tanto como las otras–, el movimiento que tiene compensa esa diferencia; así puede verse en las tablas de control, en las que los «investigadores» más puristas tuvieron dudas sobre si poner «sí» o «no» en el apartado sobre el cumplimiento de esa condición.
Cuando iniciamos el proceso con la maicena, la opinión de los observadores era totalmente negativa, dado que, según se indicaba en la receta, había que mezclar dos tazas de ese almidón con agua; esto solidificó de inmediato, de modo que los niños y niñas ya me decían que era falso; luego tuvimos que desmigajar ese mazacote que decían que parecía queso. Parecía imposible que aquello pudiese «absorber» las cuatro tazas de arena que debíamos añadir. Le echamos un poco más de agua, y entonces vino la sorpresa: ¡aquello empezaba a moverse! Fue un momento increíble, y empezaron a exclamar: «¡Lo conseguimos!», «¡Es verdadera!». No sabemos si los ingenieros de la NASA se alegrarán tanto cuando lanzan un cohete como nos alegramos nosotros. Fue fantástico, pero, como siempre, para nosotras fue más importante todo el proceso de la experiencia investigadora que el producto en sí.
Cuando comenzamos, no podíamos imaginar que esto diese tanto de sí, pero fue otra de esas nuestras experiencias «elásticas», que tienen más calado del que cabría esperar. Lo que iba camino de ser una actividad puntual y relajante se convirtió en toda una experiencia de tesón y de investigación.
Calabazas espinosas: chayotas
Nos regalaron una cesta de hermosas chayotas, también conocidas como calabazas espinosas, papas pobres o papas del aire. Es un fruto de una planta trepadora de la familia de las cucurbitáceas –como las calabazas– que en algunos lugares de Latinoamérica se consume de la misma forma que las patatas, de ahí su nombre.
Pensábamos guardarlas para plantarlas en la primavera y así ver cómo nacen las plantas directamente de un fruto, ya que en otras ocasiones habíamos visto la reproducción por esqueje, por semilla, por bulbo, por hoja, etc. Pero al parecer se encontraron tan a gusto en nuestra clase que algunas ya empezaron a germinar y a crecer a un ritmo de 2-3 centímetros por día (son como las habichuelas mágicas), de modo que ya pensábamos en qué hacer con ellas para cuando alcanzasen más altura, porque precisan un emparrado.
Esto nos dio pie para hablar con nuestros niños y niñas de las necesidades vitales de las plantas, e incluso a hacer pruebas privándolas de uno de esos elementos –agua, luz, calor– para comprobar si así germinan igual que las que tienen todas sus necesidades cubiertas. Preparamos un cuadro de doble entrada para hacer el seguimiento y así poder extraer conclusiones.
Mientras tanto, la que disfrutaba de las tres condiciones crecía y crecía. Un regalo de la naturaleza para el conocimiento de los niños y de las niñas.
El gallo de Barcelos y las previsiones meteorológicas
Un niño que pasó el fin de semana en Portugal trajo como regalo para la clase el típico gallo portugués que cambia de color según la humedad ambiental, de modo que hace una certera previsión meteorológica a corto plazo.
Ninguno de sus compañeros conocían este recuerdo tan típico del país vecino, presente en casi todas las casas gallegas, ni por supuesto la leyenda que dio lugar a este souvenir tan representativo de Portugal. Así, cuando abrimos el paquete quedaron un poco extrañados. Vimos que traía las explicaciones en cuatro idiomas –español, portugués, inglés y francés– y atraídos por el texto, donde decía que cambiaba a nueve colores, nos pusimos a leer. Así supimos de la leyenda del peregrino que haciendo el Camino de Santiago fue acusado falsamente, y en presencia del juez dijo que, para confirmar su inocencia, el gallo que estaban comiendo cantaría cuando lo fueran a ejecutar.
Ya de inmediato decidimos comprobar si era cierto que cambiaba de color. Al poco de abrir la bolsa en la que venía, las alas y la cola del gallo pasaron de un color gris violáceo al azul intenso (que al parecer es el color que adopta cuando se espera calor), pero el cielo, el día y nuestra estación meteorológica decían otra cosa. Reflexionaron sobre el asunto y llegaron a la conclusión de que el gallo tenía que estar fuera, pues dentro de clase siempre hace calor. Así, durante el recreo lo llevamos al exterior y el color pasó a violeta –anuncio de lluvias–. Visto esto, concluyeron que el gallo debería estar fuera, al igual que el sensor exterior de la pequeña estación meteorológica que tenemos en la clase. Ahora las previsiones y el color del gallo coinciden, tal y como pudimos comprobar en varias verificaciones que hicimos a lo largo de los días y que registramos en una tabla comparativa.
Tan solo nos quedaba por saber la razón por la que cambia de color. Hicimos indagaciones en la red y leímos que se debe a un producto que le aplican al gallo en esas zonas. Con todo, quisimos hacer partícipes a las familias, por lo que les enviamos una consulta con tres preguntas: si tenían algún gallo de Portugal en las casas; si sabían por qué cambiaba de color y si creían que el gallo acertaba con las previsiones del tiempo.
Descubrieron que en muchas casas –de los abuelos, especialmente– había algún elemento en el que estaba representado este popular símbolo portugués –delantales, posavasos, trapos de cocina, manteles, relojes y figuras de cerámica–, y que se fiaban totalmente de lo que indicaba el color del gallo. Lo que nadie nos dijo es por qué logra cambiar de color. Así fue como, gracias a un regalo, hicimos una pequeña investigación que nos mantuvo a todos entusiasmados.
Cualquier misterio por desentrañar puede dar para una pequeña experiencia en la que colegio y familia colaboren conjuntamente.
Ángeles Abelleira e Isabel Abelleira, maestras de infantil, coautoras del blog InnovArte Educación Infantil y merecedoras del Premio Marta Mata de Pedagogía 2016, por Los hilos de infantil.
Más información
https://innovarteinfantilesp.wordpress.com/2014/12/12/arena-cinetica-arena-de-la-luna-o-arena-magica-verificando-o-descartando-hipotesis
https://innovarteinfantilesp.wordpress.com/2012/12/17/calabazas-espinosas
https://innovarteinfantilesp.wordpress.com/2015/03/24/el-gallo-de-barcelos-y-las-previones-meteorologicas
Extraído de Abelleira, A., e I. Abelleira.
Los hilos de infantil. Innovarte Educación Infantil, Barcelona: Rosa Sensat-Octaedro, 2017
(col. «Premio de Pedagogía»).