¿Que maestros necesitamos?

Una educadora es un constructo que se define y evoluciona con su propia comunidad. Cada territorio y cada escuela tienen su propia realidad interrelacionada gracias a profesionales que habilitan cauces de participación con las familias, agentes sociales e instituciones. No obstante, es necesario llevar la pregunta a las escuelas para hablar de una vez por todas con rigor de educación, y a preguntas como qué infancia, qué educadores, qué escuela y qué políticas, se les vaya tejiendo respuestas en continua adecuación a las circunstancias.

Un profesional de la educación porta una carga vital que lo define, y su relato de vida embriaga lo que proyecta en la infancia, con la imprescindible formación y transformación venida de sus referentes… ay los referentes. Qué importantes son y cada vez que en las tertulias escolares saltan a la palestra aquellos que referencian nuestro rumbo el nerviosismo es notable, y las redes sociales y el ejercicio de copiar+pegar de la pantalla es cada vez más extendido y preocupante.

Ahora, Irene ocupa parte de ese foco de referencia. Y en el Yo profesional de cada individuo, conviven experiencias y personas que nos han dejado huellas en cualquier momento de nuestra vida, en nuestra particular forma de mirar a la infancia y de definirnos como educadores.

Suelo invitar a mis compañeras y compañeros a releer nuestra vida y descubrir quiénes nos marcaron por sus palabras, por su hacer. En mi vida aparece mi abuelo, Guillermo, con quien pude compartir vida hasta hace poco tiempo. Apenas pudo acudir a la escuela, pero su humanidad, humildad y su formidable capacidad de escuchar y acompañar con el silencio creo que siempre me seguirán emocionando.

¿Os cuento una historia de cuando era pequeño? -con frecuencia, en la escuela aprovecho el relato oral para embelesar con la palabra, con el gesto que la acompaña, algo que pretende parecerse al clima que surgía con aquellas historias que nos contaban los mayores con el cálido regazo de su voz.

Mi hermano y yo, pasábamos las vacaciones escolares y los fines de semana en un humilde caserío en un pequeño pueblo a la ladera de un monte del País Vasco. Después de desayunar, continuando con lo que ayer quedó pendiente, reiniciamos los juegos, las construcciones de casetas en los árboles, las expediciones por aquellos pinares, no sin antes pasar por una pequeña y antigua carbonera transformada en un pequeño armario donde guardar herramientas. Allí nos esperaban nuestros martillos y una vieja lata de espárragos recubierta por el óxido llena de clavos. Un puñado cada uno para cargar los bolsillos y listos para la tarea de clavar maderas, palos y cualquier plan que se nos ocurriera.

Cuántas veces se quejaba mi abuelo de haber terminado con las puntas que dejaba en la lata de espárragos, necesitarlas para cualquier trabajo y haberlas repartido mi hermano y yo por aquellas casitas que apenas se sostenían a pesar de los miles y miles de martillazos.

Y con el punto y seguido que traía cada anochecer, despertábamos para trazar nuestro continuo con el reencuentro mañanero con aquel armario, el de la oxidada lata… y encontrarla de nuevo llena de clavos. Y así cada día. Me emociona recordar lo vivido, lo aprendido. La valiosa semilla que dejan inocentes actos como el de mantener aquella inocente lata llena de nuestros valiosos clavos para seguir materializando aquellos proyectos alzados a las cotas propias de los deseos que bajan a la tierra; los de los juegos al aire libre amparados por la confianza del que deja hacer y nutre con los materiales necesarios para desarrollarlos.

Mi abuelo ponía en práctica lo que Malaguzzi defendía; El buen maestro debe de hacer su trabajo y retirarse. Para mí, quién mejor que mi abuelo Guillermo, que, sin ser consciente de su tarea, era capaz de mirar y escuchar sin requerir una demanda explícita. Una compañía idónea, una posición respetuosa, también modelo y juguetona en ocasiones, en constante equilibrio, no invasiva, humilde, discreta, optimista, valerosa.

Porque somos el maestro que somos en parte por lo que hemos vivido, por las relaciones humanas que nos permiten tomar perspectiva y descubrir nuestras pasiones y el acompañamiento que los adultos hicieron de las mismas. Referenciarnos con nuestras vidas para hacer y deshacer lo que queremos que se viva, sin olvidar que un maestro sobre todo se construye cada día por la motivación de ofrecer un clima educativo exquisito que enlace afecto, cognición y relaciones en base a una formación constante y profunda del marco psicopedagógico.

Un proceso de definición profesional que no se consigue en solitario ni tiene fecha final de logro, asumiendo la aventura humanista en su sentido más amplio, y continuar trabajando por lograr la sociedad que defendemos con una escuela que no interrumpa la vida.

Aceptar dicha aventura supone aceptar la complejidad del trabajo en grupo, con relaciones profesionales que impulsen tejer redes que salgan más allá de la escuela y estén fundamentadas en la cooperación, el debate y la discusión entendida como una labor de compromiso, transparencia y de apertura.

Para concluir, necesitamos maestros de escuela que desgasten los pantalones por estar con las rodillas a ras de suelo, con una mirada que acoja el vértigo constructivo de la responsabilidad, que respete y potencie una infancia capaz y de pleno derecho en una escuela dispuesta a un permanente ejercicio de resignificación, acorde con las preguntas que abrieron cada una de las mesas redondas.

Como educadores, disponerse como personas dignas de otorgar confianza, que a su vez propone, investiga, estudia, duda y cuestiona. Así seremos capaces de habilitar lugares como aquel caserío, con multitud de latas de espárragos a disposición de los niños y niñas que confían en los adultos para hacer y ser lo que desean.

Para terminar, un tiempo para deleitarnos con el silencio en la lectura de cierre. Líneas que compartimos en Barcelona y ahora aquí para que sigamos escribiendo el relato que emana de nuestra profesión.

Qué maestras y maestros necesitamos…

Aquellos que nos dejan sentir, pensar y hacer.

Que saben estar sin ser invasivos, que confían en el otro, sea una criatura, compañera o familia.

Que son inconformistas, humildes y generosos.

Que genera conflicto, que provoca y regenera tu saber.

Necesitamos profesionales que sientan que cada pequeño gesto es inmenso, por inocente que parezca.

Irene, gracias por haber tejido en mi relato de vida relaciones que impregnan mi trabajo y me hacen crecer, recordar, añorar, y no perder nunca la confianza en lograr la educación que siempre defendiste.

Tenemos el compromiso de continuar.
Muchas gracias por todo.

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