Historia de la educación. Loris Malaguzzi, 100 años

Hace unos meses se han cumplido cien años del nacimiento de Loris Malaguzzi (1920-1994). En Correggio, localidad natal del pedagogo italiano, y en Reggio Emilia hemos tenido la ocasión emocionante de soplar las cien velas y de participar en las diversas iniciativas educativas, sociales y culturales que se han organizado para recordar la extraordinaria actualidad de su pensamiento y obra.

¿Malaguzzi es el iniciador e inspirador de la aventura educativa reggiana –un enfoque educativo todavía vital en esta ciudad del norte de Italia, Reggio Emilia–, un maestro y pedagogo que dedicó toda su vida a la construcción de una experiencia de calidad educativa que, a partir de una enorme escucha, respeto y consideración de las potencialidades de los niños y niñas, pudiese reconocer el derecho de estos a ser educados en contextos dignos, exigentes y acordes con dichas capacidades, que las personas adultas no debemos traicionar.

Podemos hablar de Loris Mala-guzzi como una persona incómoda, eternamente insatisfecha e infinitamente creativa por su capacidad intencional de ampliar y transgredir estéticamente los límites que la cultura y la tradición pedagógica proponen. Lo importante, para él, era dudar de las verdades más aferradas que cierran el poder pensar y actuar diferente.

Dotado de gran carisma, infundía, a la vez, un gran halo de ternura, severidad y confianza. Conformismo y resignación eran dos palabras que no pertenecían ni a su vocabulario, ni a sus actitudes, ni a su concepto de trabajo y de amistad. La renuncia, para él, era símbolo de mediocridad. En sus ojos, palabras y rostro se podía revelar la imagen de un guerrillero, de un luchador, de un partisano antifascista.

Era un hombre eternamente insatisfecho, actitud que no solo era personal, sino que tenía que ver con la convicción profunda de que a los niños y niñas había que darles rigurosamente lo que se merecen: lo mejor para no traicionar las potencialidades –cognitivas, neurológicas, emocionales, lógicas e imaginativas– de toda la especie humana.

No olvidó nunca que educar significa, sobre todo, optimismo, risa, humor y una alegría desbordante. Un optimismo no gratuito, sino surgido de una convicción profunda en las potencialidades y creatividades del ser humano. No soportaba ni el aburrimiento ni las rutinas mutiladoras –fichas, libros de texto, programaciones, estimulaciones precoces, exámenes, materiales pobres, espacios no cuidados, filas, batas, uniformes, pupitres, niños y niñas domesticados y obligados a estar sentados sin moverse, en silencio, lecciones, notas, tareas…–. Creía en una «escuela otra» que no oliese a esa escuela que no amamos.

No es posible entender la pedagogía de Malaguzzi sin comprender el placer que, para él, significaba educar, aprender, hablar, pensar y trabajar juntos. Esta idea es el aglutinante que une a familias, niños, niñas y profesionales. Para él, la educación nace y se desenvuelve cuando existe un proyecto común y compartido, lo que quiere decir debatido entre todos los protagonistas de la actuación educativa.

Malaguzzi nos enseñó que las escuelas deben estar en continuo movimiento, en perpetua evolución, con la capacidad de transgredirse a sí mismas sin nunca traicionarse, sabiendo recoger los retos contemporáneos de la sociedad y de cada niño o niña, nuevos en cada momento. Deben aprender a investigar y experimentar sin dar nada por sabido o por descontado.

La ética de Malaguzzi está basada en la firme convicción de que la indeterminación del ser humano revela la incertidumbre de su propio desarrollo. Es, por tanto, injusto acorralarlo con definiciones y prácticas reductivas, con profecías o etiquetas mesiánicas, o con expectativas unidireccionales. No admitía. –amante de la incertidumbre y del paradigma de la complejidad– ni la linealidad «estadial» psicológica, ni la definición de la infancia –de ningún niño o niña– por parámetros negativos o por incapacidades.

Demostró toda su vida ser más amante de las escuelas de calidad que de la escolarización indiscriminada de gran cantidad de los niños y niñas. Confirmó que de la calidad puede surgir la cantidad, pero no al revés. Era un defensor absoluto de una educación pública y universal, equitativa para todos los niños y niñas, pero en la que la calidad fuese el punto existencial de toda la experiencia. En su proyecto nunca quiso renunciar a unos mínimos identificatorios que fueron innegociables: la cocina y los cocineros y cocineras en las escuelas, la pareja educativa
–dos maestras trabajando cotutorialmente con el mismo grupo de niños y niñas toda la jornada–, el taller y el atelierista, el valor de la estética y de la belleza, la participación social real de las familias en la escuela, la formación transdisciplinar permanente del profesorado, la investigación o la documentación narrativa, entre otros.

Su pedagogía es política por su compromiso social y cultural con los derechos, todavía traicionados cada día, de la infancia. Este compromiso se hace patente en su pragmatismo actuante y en la creencia de que la escuela y la educación son aspectos fundamentales de transformación, a través de la participación y de la gestión social como formas de intervención de la escuela en la ciudad y de la ciudad en la escuela.

Los cien años de su cumpleaños me recuerdan ahora a su sugerente poesía sobre los cien lenguajes de la infancia:

El niño
está hecho de cien.
El niño posee
cien lenguas
cien manos
cien pensamientos
cien formas de pensar
de jugar y de hablar
Cien siempre cien
maneras de escuchar
de sorprender y de amar
cien alegrías
para cantar y entender
cien mundos
para descubrir
cien mundos
para inventar
cien mundos
para soñar.
El niño
tiene cien lenguajes
(y más de cien, cien, cien)
pero le roban
noventa y nueve. […]
De hecho, le dicen
que el cien no existe.
En cambio, el niño dice:
«El cien existe.»

Alfredo Hoyuelos, autor de Una biografía pedagógica Loris Malaguzzi
y de una tesis doctoral europea sobre su pensamiento y obra.

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