A mediados de marzo las escuelas sufrieron el desgarro de cualquier presencia de humanidad. Nos habíamos despedido para quince días. Nada más lejos de la realidad. El reloj empezó a contar una calma tensa que se prolonga por semanas, mientras progresivamente se define un final de curso escolar diluido por la ausencia de despedidas, del placer de la primavera.
Qué diferencia con aquellos cursos en los que al finalizar repasamos hasta qué punto se cubrieron nuestras expectativas, con reuniones de equipo, informes y memorias. Junios cargados de trabajo que el confinamiento diluye, al mismo tiempo que nos brinda la posibilidad de parar y reconsiderar prioridades. Porque el planeta se ha parado. Y eso tiene sus consecuencias, con una pausa obligada que nos brinda la oportunidad de analizar cuáles deberían ser nuestras prioridades, el significado del tiempo en la escuela, la calidad de las relaciones, el verdadero latir de la educación infantil.
Mientras tanto, el crono acompaña un tiempo en pausa. Asomos a la ventana para ver un vacío lleno de posibles. Un confinamiento con afinamiento, para pensar con los afines en un tiempo que dice basta. En un espacio que recobra vida cuando las personas nos apartamos. Vuelven las aves con sus danzas al viento. Un periodo que rescata nuestra capacidad para escuchar el bienestar perdido. Recuperarlo es un desafío.
Por otra parte, nos encontramos con una escuela azotada por una clase política que, al saludarla para una posible vuelta, la desconsidera al tratarla como guardaniños. Que trata a los profesionales como figuras fácilmente sustituibles por una pantalla y una conexión a internet, que lo único que pretende es seguir con la tensión justa que requería el mundo que se tomó la pausa a mediados de marzo.
¿Certezas? Que esta y otras pandemias son causadas por un sistema capitalista que exprime un planeta de recursos finitos. Mientras tanto, tenemos una oportunidad para evaluar la realidad y no volver a la escuela como si nada hubiera sucedido.
Que no podemos volver a las escuelas como si esto solo hubiera sido un paréntesis y tomarnos el regreso como una vuelta a la normalidad. Porque la normalidad en sí es el problema. El renormalizar las prisas, las ratios, y que la escuela de producción intensiva regrese, está a la vuelta de la esquina.
Que las relaciones humanas son la base del desarrollo, piel con piel, las miradas sin intermediarios virtuales, con los sentidos despiertos sin la frialdad de ninguna pantalla.
Que el espacio libre, sea nuestra calle, nuestro barrio o nuestro pueblo, es un espacio para la conquista cargado de absoluto valor educativo.
Y otros tantos ques que deben trasladarse a nuestras escuelas. Un basta ya que nos brinda la oportunidad de redefinirnos y trazar nuevas sendas, una vez desconfinados.