A raíz de un debate surgido en el centro escolar de mi hija y mi hijo, he tenido la oportunidad de reflexionar y leer mucho sobre el concepto de competitividad. Este es un aspecto que suscita tanto firmes defensores como fervientes opositores dentro de las comunidades educativas.
Dicha disparidad de opiniones no es de extrañar, si atendemos al significado del término que nos ofrece la Real Academia Española. Según la rae, la palabra tiene dos acepciones:
1. f. Capacidad de competir.
2. f. Rivalidad para la consecución de un fin.
En la primera acepción, la palabra «capacidad» tiene connotaciones positivas, mientras que el término «rivalidad» de la segunda tendría implicaciones negativas. Yo me pregunto si es esta la razón por la que para ciertas personas es deseable y para otras evitable.
En cuanto al caso que nos ocupa, ¿a qué nos referimos cuando decimos que una niña o un niño son competitivos? Según la psicopedagoga Izaskun Valencia, los niños y las niñas competitivos son aquellos que se exigen mucho y que buscan dar lo mejor de sí para lograr un buen resultado. Disfrutan cuando ganan o las cosas les salen como quieren, pero no aceptan bien una derrota. Cuando sienten que han perdido, sufren, se disgustan y se frustran. Siendo así, ¿esto es lo que queremos para nuestros pequeños?
¿Es la competitividad un valor
que debemos impulsar como educadores?
¿Qué opinión le merece a la gente experta
en educación emocional?
La mayoría de personas expertas en la materia argumentan que el espíritu competitivo acarrea más perjuicio que beneficio. Dichas actitudes, en las que solo existe el papel del ganador y el del perdedor, pueden acarrear serios problemas, tales como baja autoestima, estrés, baja tolerancia a la frustración o un perfeccionamiento excesivo. La generalidad de la gente competitiva solo siente alegría cuando logra satisfactoriamente la meta, sin disfrutar del camino.
Humberto Maturana, afamado biólogo y filósofo chileno, en su libro Emociones y lenguaje en educación y política, nos da la siguiente opinión sobre la competencia: «La sana competencia no existe. La competencia es un fenómeno cultural y humano y no constitutivo de lo biológico. Como fenómeno humano, la competencia se constituye en la negación del otro. Observen las emociones involucradas en las competencias deportivas. En ellas no existe la sana convivencia porque la victoria de uno surge de la derrota del otro, y lo grave es que, bajo el discurso que valora la competencia como un bien social, uno no ve la emoción que constituye la praxis del competir, y que es la que constituye las acciones que niegan al otro.»
El espíritu competitivo nos hace ver a la otra persona como a un rival, alguien a quien hay que vencer, en lugar de verlo como alguien con quien que se puede cooperar para la consecución de un bien común. La rivalidad nos lleva a un estado de guerra permanente que nos empuja a una espiral autodestructiva. Se deja de jugar por el simple placer de divertirse, y se empieza a jugar con el único propósito de ganar, por obtener una recompensa. El miedo a perder imposibilita la diversión y se daña la autoestima de las personas menos hábiles.
No obstante, también hay quien aduce que la competitividad es una característica intrínseca del ser humano, cuyo origen podría encontrase en la necesidad de aparearse, en luchar por la pareja deseada y asegurar la perpetuidad de la especie. Si la competitividad forma parte de la naturaleza humana, lo llevamos impreso en los genes y, por lo tanto, contra eso no podemos hacer nada. Sin embargo, esto parece ser un mito; la realidad es que no se trata de una propiedad intrínseca de la especie humana, sino de una realidad del entorno. El ser humano ni es competitivo, ni es colaborativo por naturaleza, sino que lo que tiene es una gran capacidad de adaptación al entorno, por lo que se adecúa a una u otra opción en función de las circunstancias.
Las personas que están convencidas de los beneficios de la competitividad la entienden como una ayuda para superarnos a nosotras mismas, superar dificultades, superar problemas y aprender de los errores. Entienden la competitividad como afán de superación, con uno mismo como única referencia. Pero en este caso no estaríamos hablando tanto de competitividad como de competencia. Una persona se vuelve competente en la medida en la que procura ser buena, o mejor de lo que ya es, en lo que le compete. La persona que compite consigo misma se vuelve más competente, pero no más competitiva.
Últimamente parece estar cobrando fuerza un nuevo concepto: el valor de la coopertición. Dicho término, que de momento no ha sido admitido por la Real Academia Española, ha sido popularizado por la First Lego League –desafío internacional que despierta en la juventud el interés por la ciencia y la tecnología–. Los pilares de dicho programa son los Valores First Lego League, que enfatizan el aprender de los demás, la competición amistosa, el aprendizaje y la contribución a la sociedad. Coopertición significa colaborar y competir: los equipos deben ayudarse y cooperar al mismo tiempo que compiten, de forma que todas las personas hacen lo posible por obtener los mejores resultados, pero nunca a expensas del otro equipo. Sus seguidores defienden que la coopertición produce innovación.
¿Qué papel jugamos las personas adultas?
A menudo abrumamos a los pequeños con nuestras exigencias, y con ello estamos consiguiendo que dejen de ser niños a una edad cada vez más temprana. Todo ello no es debido a un proceso biológico, sino a un proceso cultural aprendido como lo es el espíritu competitivo. Dicho espíritu se ha integrado tanto en nuestra sociedad que es un valor que transmitimos a las siguientes generaciones: elegimos los mejores centros con el objetivo de que tengan buenas oportunidades de futuro; les apuntamos a infinidad de extraescolares pidiéndoles que destaquen, etc. En definitiva, les damos mucho y les exigimos más. Deberíamos pararnos a reflexionar, intentar evitarles gran parte de la presión por el éxito que ejercemos sobre ellos y ellas, y de este modo contribuir a que disfruten plenamente de su infancia.
Sin lugar a dudas, debemos destinar muchos y variados recursos a la educación de los nuestros, pero sin errar el objetivo. No es conveniente aspirar a que sean mejores que los demás, sino a que sean mejores para sí mismos, de tal modo que tengan cada vez más autonomía, que tengan una gran capacidad de adaptación, que sepan convivir y, por encima de todo, que sean capaces de buscar su felicidad más allá de la comparación social.
Las actitudes y los valores se desarrollan desde la experiencia afectiva y cotidiana, por lo que las personas adultas debemos predicar con el ejemplo y, en la medida de lo posible, priorizar aquellos aspectos que no tengan la rivalidad como referente. ¿Nos hemos parado a pensar cómo reaccionamos ante situaciones adversas de las cuales no salimos muy bien parados?, ¿les echamos la culpa a los demás?, ¿nos reímos de nosotros mismos?, ¿o, por el contrario, nos hacemos las víctimas?
Sin ser conscientes de ello, ni pararnos a pensar en sus implicaciones, a menudo premiamos el éxito individual, jugamos a juegos en los que les hacemos ver lo importante que es competir e incluso intentamos evitar su frustración sobreprotegiéndolos. Deberíamos reeducarnos para aprender a premiar el esfuerzo y la estrategia, y no el resultado.
Es importante que nuestras criaturas aprendan a tolerar la frustración. Deben ser conscientes de que no siempre se gana ni se puede ser el mejor en todo, y, en este aspecto, los más experimentados tenemos que asumir nuestra responsabilidad y dejar que niñas y niños tengan experiencias frustrantes. No debemos sobreprotegerlos ni evitar la posibilidad de que pierdan.
Todos los pequeños deben tener experiencias de éxito, ya que los logros dan autoestima y motivación para seguir adelante. Pero, si para conseguir este éxito los hacemos competir entre sí, lo único que conseguiremos es que uno se sienta ganador y el resto se sientan perdedores. Lo que realmente nos interesa es que todos se sientan ganadores, y eso solo lo podemos conseguir si compiten consigo mismos en lugar de competir con los demás. Debemos intentar que cada cual busque su propia motivación personal para superarse, en lugar de que la motivación sea ganar a otra persona.
Deben vivir la satisfacción que suponen las experiencias de cooperación, así como experiencias de superación y esfuerzo en la consecución de las propias metas. Tal y como decía Pierre Frédy de Coubertin, pedagogo y fundador de los juegos olímpicos modernos, «lo esencial en la vida no es el éxito, sino esforzarse por conseguirlo». Perseguir el éxito como meta nos puede generar ansiedad, estrés y frustración. Por el contrario, si al realizar una actividad nos centramos en el esfuerzo y la estrategia, estaremos desarrollando todo nuestro potencial. El esfuerzo depende de mí, mientras que el éxito depende de mí y de otros factores externos que escapan a mi control.
También es importante desarrollar la resiliencia en la infancia, la capacidad de sobreponerse a situaciones adversas, como el perder, mediante el control de pensamientos y de actitudes que pueden aprender a través del ejemplo y la orientación.
Indicios que nos podrían hacer sospechar que un niño o una niña son demasiado
competitivos
Se jacta de sus logros y no admite bien las críticas.
Se burla de quien pierde.
Le cuesta perder, pone excusas y culpabiliza a terceros de sus fracasos.
Se estresa con frecuencia.
Muestra una autoexigencia excesiva.
Modifica las reglas para su propio beneficio.
No canaliza bien la rabia y la frustración.
Se centra más en ganar que en disfrutar de la actividad.
¿Qué podemos hacer ante la sospecha
de que alguien es demasiado competitivo?
Plantear los juegos en términos de esfuerzo, no de resultado.
Fomentar su participación en juegos cooperativos.
Hacer una lista de motivaciones para jugar. Ganar a otra persona no puede ser la motivación principal.
Proponer retos en los que tenga que competir consigo mismo.
Animarlo a participar en actividades en las que no destaca, con el fin de cultivar la empatía.
Enseñarle a reírse de sí mismo.
Evitar pensamientos demasiado perfeccionistas.
¿Qué papel juegan los centros educativos?
La sociedad, en su conjunto, nos impulsa a pensar que debemos ser mejores que el resto, más inteligentes, tener mejor aspecto físico, ser más hábiles, más, más, siempre más. Y el sistema educativo tradicional, por lo general, no se queda al margen de dicho espíritu competitivo. Hemos llegado al punto en el que el individualismo y la competitividad se ven como naturales dentro de la práctica educativa. Individualidad, homogeneidad y pasividad son los tres principios sobre los que se sustenta la clase tradicional, un buen caldo de cultivo para fomentar la rivalidad.
El empuje de la competición en las clases retarda los procesos naturales del aprendizaje y eleva los niveles de estrés, por lo que parece razonable apostar por un modelo de enseñanza cooperativo, en el que pequeñas y pequeños se sientan a gusto consigo mismos y con el resto. El trabajo cooperativo se considera una clave educativa para la renovación pedagógica. Frente a la concepción tradicional del aprendizaje, en el sistema cooperativo niños y niñas alcanzan la meta que se han propuesto a medida que el grupo alcanza las suyas. Todos tienen algo que aportar a los demás, la interacción entre iguales es fundamental para la construcción del conocimiento.
Sin embargo, no basta con la cooperación entre iguales. Si lo que realmente se busca es una mejora de la calidad educativa, es momento de reivindicar la necesidad del trabajo cooperativo entre el profesorado, tal y como señala Andreas Schleicher, director de Educación en la ocde. Trabajar en equipo enriquece, porque se sustenta del talento y de la práctica de varias personas; aumenta la creatividad; favorece la innovación; beneficia a los niños y las niñas, porque diferentes personas trabajan en una misma dirección, y ayuda a mejorar el clima en los centros.
En los centros educativos existen muchos factores por los cuales las criaturas pueden competir entre sí, como por ejemplo la atención de los maestros y maestras, las relaciones entre iguales y con los adultos, las notas, o las tareas escolares. Y si hay un ámbito en el que este tema queda especialmente patente es el deportivo.
Debido a sus beneficios físicos y psicológicos, el deporte escolar debería ser una herramienta para obtener una mejor calidad de vida, para lograr la adhesión de niños y niñas al ejercicio físico. Sin embargo, los encuentros deportivos a menudo se convierten en una mera ocasión para captar talentos. Considero que el disfrute debe ser la motivación principal a la hora de practicar un deporte, por lo que me parece importante que en los centros se impulse el deporte recreativo, aquel cuyo objetivo principal es pasarlo bien y el ganar o el perder es un factor secundario, si es que existe. El nivel de exigencia suele ser menor que en el caso de los deportes competitivos, por lo que se reduce drásticamente el nivel de estrés anteriormente mencionado. Entre las actividades extraescolares ofertadas por los centros, sería interesante que, por lo menos alguna de ellas, fuese un deporte no competitivo, tales como el patinaje, el skateboarding, la capoeira, el excursionismo o la escalada. No se trata de demonizar los deportes en los que se compite, ya que cualquier tipo de deporte puede transmitir lecciones vitales importantes, tales como valorar el trabajo de equipo, superar retos, controlar emociones o enorgullecerse de los logros. Los deportes permiten mejorar la autoestima, trabajar habilidades sociales y desarrollar el sentido de comunidad. Considero que, tanto si se practica un deporte competitivo como uno recreativo, la clave está en priorizar la diversión.
En lo que respecta a la Educación Física, considero importante apostar por los juegos cooperativos, juegos que sobradamente han demostrado sus potencialidades psicopedagógicas. Lo importante es el juego mismo, la diversión, la exploración de las propias posibilidades y la relación con los demás. En este tipo de juegos, cada cual solo alcanza la meta si esta es también alcanzada por el resto de participantes. Porque, al fin y al cabo, ¿lo importante no era participar?
Para finalizar, quiero recordar la ardua tarea que tenemos maestros y maestras para conseguir desarrollar una competitividad positiva, entendiendo como tal aquella en la que cada persona solo se compara consigo misma en lugar de hacerlo con los demás; en la que se valora el esfuerzo y el proceso independientemente del resultado; en la que se inculcan actitudes de cooperación y ayuda a los demás; se aprende de los errores, que son una oportunidad de superarnos, y en donde se aprende a perder y a levantarse después de hacerlo.
Me gustaría despedirme con una célebre frase de Oriol Pujol Borotau, especialista en conducta humana, que dice así: «Solo hay una competición sana: yo contra mí mismo». Nos estamos refiriendo a una modalidad en la que se lucha sin adversario, porque medirse contra otra persona nos hace gastar nuestras energías en ser superiores al prójimo, en lugar de centrarnos en las claves de nuestro propio crecimiento. Por lo tanto, en lugar de luchar contra algo externo, guardemos esa energía para construirnos por dentro.
Arene Ruiz, psicóloga y
profesora de educación infantil
arenermm@gmail.com
Bibliografía
Blog Educación Emocional. Ayuda para madres y padres en la educación e inteligencia emocional. http://educacion-emocional.es/
«El trabajo cooperativo, una clave educativa». Concejo Educativo de Castilla y León. Junio 2005. www.concejoeducativo.org/alternat/coop-clave.htm
«Los niños están hechos para vivir, no para ser competitivos». https://psicologiaymente.net/desarrollo/ninos-hechos-para-vivir-competitivos