El cerebro humano está biológicamente preparado para la imitación desde el nacimiento, y este impulso imitativo nos acompaña toda la vida gracias a las neuronas espejo, que nos empujan a imitar a las otras personas. Pero para activar las neuronas responsables de la empatía es necesario que haya una empatía previa. Aprendemos de los demás, del trato que recibimos y de lo que vivimos de cerca.
Es un día como otros muchos en el espacio de bebés y ocurre una situación que se produce a menudo en las escuelas infantiles. Amaia hace días que está intranquila y le cuesta coger el sueño. La educadora la toma en brazos mientras le habla: «Estás muy cansada y no puedes dormirte; te cojo en brazos para ayudarte a descansar». Clara, de 15 meses, la observa atentamente, se sienta a su lado con una muñeca en brazos e imita todos sus gestos y acciones. Se miran con complicidad una a otra y la educadora, además, la observa con admiración. Clara se da cuenta y le corresponde con una sonrisa, sabiéndose mirada y visiblemente complacida.
Sabemos que esta imagen tan cotidiana y frecuente tiene una importancia capital, porque nos muestra a una niña que está estrechamente conectada con lo que pasa a su alrededor, una criatura que da importancia al cuidado de los demás y lo demuestra con la manera como acoge a la muñeca en sus brazos, como seguramente ha visto hacer tantas otras veces con los niños de la escuela y, probablemente, como ella también ha sido acogida en muchas ocasiones tanto allí como en casa. Solo podemos dar si antes hemos recibido, y solo podemos ofrecer aquello que sabemos y conocemos.
El cerebro humano está biológicamente preparado para la imitación desde el momento del nacimiento, y este impulso imitativo nos acompaña toda la vida gracias a las neuronas espejo, que nos empujan a imitar a otras personas. Pero para activar las neuronas responsables de la empatía hace falta que haya una empatía previa. Aprendemos de los otros, del trato que recibimos y de las vivencias más cercanas.
Nuestra presencia física tiene una influencia capital; nuestro cuerpo habla a través de las manos, gestos, miradas…, y también con la manera de situarse y de moverse en el espacio. Nuestros actos delatan el yo más escondido, aquello que traemos grabado en el alma fruto de nuestra educación, nuestras vivencias e influencias, las cuales afloran del subconsciente hacia el exterior en todo lo que hacemos diariamente en la escuela. Tal como dice Gregorio Luri: «Nuestra no intervención también es una forma de intervención. Siempre intervenimos, porque estamos dando ejemplo».
Está claro que Clara es un reflejo de los adultos que tiene cerca y que cuidan de ella. Pero el ambiente en que se desarrolla toda la acción también tiene mucho que ver. Esta situación acontece en un ambiente de calma. Los movimientos, palabras y gestos de la educadora son tranquilos; no se intuye prisa en sus acciones; el tono de voz es bajo, casi un susurro al oído. Todo transcurre en un ambiente de calma, cosa que no es siempre así. En la estancia de los bebés hay momentos de todo, se puede pasar de la calma a la agitación en poco tiempo y viceversa. Vicenç Alujas, autor del libro La arquitectura de la calma, dice que «Los bebés son todo calma, en caso de necesitar algo lloran y después continúan en este estado maravilloso». Esta es una de las muchas maravillas de la infancia, este vivir en un presente absoluto sin agobiarse por lo que vendrá, por lo que se espera de ellos, por el cómo, qué y cuándo… Y citando de nuevo Vicenç Alujas: «La calma es el estado natural del ser humano».
Si este es el estado natural del ser humano tenemos un problema, porque muchos adultos hemos perdido la calma en medio de las prisas.
Missi Casacuberta, educadora y codirectora, y Adriana Verdaguer, educadora,
Llar d’infants Les Baldufes, Olot.