La niñez, la nuestra y la del mundo, la de la humanidad en general y la del sujeto en singular, la niñez como la edad de la candidez, ingenuidad, inmadurez y deslumbramiento, ya no está, no existe, se ha ido, difícilmente regrese, quizá nunca haya existido.
Si alguna vez ese cuerpo sin lenguaje, titubeante, zozobrante, atolondrado, desacompasado, coleccionista, soñador, metido para sí en su propio mundo y a la vez abierto al universo, enroscado en sus propias sensaciones y percepciones, ha dado muestras de presencia y existencia, su semblante corresponde a una época distinta a la de hoy, o estuvo siempre fuera de época, o es un concepto vago y sin época, aunque quizá siga vivo en los retratos frecuentes de una temporalidad a veces literaria, otras veces filosófica, y tal vez cinematográfica.
Que la imagen romántica de la niñez haya desaparecido no quiere decir que no haya algo parecido a una infancia entre nosotros, en nosotros: restos, residuos, fragmentos que todavía pueden vislumbrarse en algunos niños, adolescentes, jóvenes, adultos o ancianos: juegos sin finalidad, gestualidad transparente, rebeldías del lenguaje, acciones sin ninguna utilidad productiva, paseos sin consumo, miradas de transparencia, lecturas porque sí.
“Cuando sustraemos a los niños de la infancia algo
se pierde, algo se esfuma”
La infancia no es la niñez: ambas ideas o imágenes o discursos se separaron, perdieron el sustento en apariencia inconmovible de su origen mítico; cuando encajamos a los niños en la infancia, algo, mucho, se pierde, se evapora; pero cuando sustraemos a los niños de la infancia también algo se pierde, algo se esfuma. Y en ambos casos permanece un cierto gesto de disgusto, de incomodidad, de dolor y de indiferencia.
La niñez, en tanto edad inicial, se ha vuelto la expresión de un gusano del hombre que, como cruel paradoja, sólo puede ser mariposa durante el poco tiempo que le resta de infancia. Pero, a la vez, es el humano ya desarrollado –es decir, ya hecho, ya adaptado- el que se arrastra como gusano, aceptando más o menos dócilmente las reglas mecánicas y mortuorias de los lenguajes infectos por la razón, la moral y la jurisprudencia.
Los niños no hablan de la infancia, ni siquiera en secreto, pues no forman parte de una secta ni de una logia, porque no hay secretos ni misterios a revelar. La afirmación que siempre retorna y se hace cada vez más sombría: “no ver al niño por lo que es, sino por lo que podría llegar a ser”; el juego menos divertido y que se cierne como sombras sobre los niños para que dejen de serlo rápidamente: “¿qué serás cuando seas grande?”.
Cuando decimos algo de un niño, el niño ya no está, es inaprensible y, por ello, sólo podemos mencionar la estela de su rastro en nosotros, una suerte de cometa fugaz cuya luminosidad se ha perdido en el umbral mismo de las palabras sucesivas: “¿Cómo conocer alguna vez a un niño? Para conocerlo tengo que esperar a que se deteriore, y recién entonces estará a mi alcance. Allá está él, un punto en el infinito. Nadie conocerá su hoy. Ni él mismo (…) Un día lo domesticaremos como humano y podremos dibujarlo. Pues así hicimos con nosotros y con Dios (Lispector, 2005: 17)”.
¿Esperar a que el niño se deteriore, a que se vuelva adulto, hacer que se ponga a nuestro alcance, explicarlo, domesticarlo para dibujarlo, para trazar su contorno, para dar a entender su contenido? Es por ello que hay tanto desatino en la búsqueda de una respuesta a lo que es un niño, y la mirada se posa, entonces, en lo que podría llegar a ser, en su estado travestido y revulsivo de adulto.
Ocurre que en la búsqueda de una respuesta efectiva o eficaz acerca de qué es un niño interrumpimos su infancia y luego pasamos buena parte de la vida intentando recuperar lo perdido. Interrumpimos la infancia de los niños y luego nos preocupa su sobre-abundancia o su carencia, su inclinación al consumo o su incapacidad de productividad, su formación y su descomposición.
Interrumpimos su soledad: la soledad en la que se cuece la ficción, la soledad en la que juega con el lenguaje. La ficción debe acabarse para dar paso al peso de lo real, y el lenguaje debe dejar de hacer metáfora, debe dejar de ser materno –en el sentido de la invención-, para pasar a ser paterno –en el sentido de la ley-.
El tiempo de la infancia muere, pues sus hábitos comienzan a formar parte de la hilera de los sucesos ordenados, utilitarios, aprovechables; pasan de las horas de la ficción a la pérdida de la invención, del tiempo que parece esfumarse, al aburrimiento.
El dolor de infancia acontece en el momento en que interrumpe la intensidad del instante y se fuerza la tiranía de la secuencia: allí el tiempo se hace demasiado largo, está extendido hacia el tedio, la insignificancia, se tuerce hacia una otra duración, aquella de la cronología simple y pura, la de la productividad sin ningún provecho ético ni estético.
Todo lo que era simultáneo, disyuntivo, caótico y apasionante se vuelve sucesión, principio y fría finalidad, y es en esa interrupción de la soledad y la ficción donde se arrasa con la invención, con una intuición de la libertad o del libre albedrío, la suposición de lo ilimitado, la creencia en la totalidad; y, por eso, también, es que ya no hay salto al vacío, ya no hay ensayo ni hay narratividad ni hay experiencia.
Lo opuesto a la infancia es lo que podríamos nombrar, entonces, como una estancia sin gestos. Y es que los adultos sabemos cómo confinar a los niños, cómo derrotarlos: interrumpiendo, también, su lenguaje, un lenguaje perceptivo que no está hecho de conceptos rigurosos o definitivos, un lenguaje parecido al de algunos buenos poetas y buenos narradores.
A la niñez se le desprende su infancia y luego pasamos décadas deseando un reencuentro tan improbable como imposible: y es que nuestra animalidad ya se ha perdido en nombre de la civilización seca y bien comportada, nuestra atención ya está definitivamente focalizada en intentar sobrevivir, nuestra soledad es insufrible o impracticable, no sabemos qué hacer con el tiempo libre –ese tiempo liberado del producto y el consumo-, y nuestro lenguaje dejó hace tiempo de ser materno –ventral, fecundo, metafórico- para pasar a ser paterno –riguroso, jurídico-.
La educación de los niños y niñas debería ofrecer como atmósfera el tiempo libre, el tiempo liberado, la experiencia del tiempo no utilitario, y donar como contenido esencial la restitución de la infancia a la niñez. Educar como un gesto que permita a la niñez madurar hacia la infancia, pero también a la humanidad en general, en estos tiempos víctima de una aceleración y una vorágine brutal, de un cansancio extremo y de una exigencia de rendimiento mortal.
Carlos Skliar (CONICET/FLACSO, Argentina).