Podemos hablar de un niño cuyos derechos reconocemos, de un niño que ante todo tiene derecho de ser niño y de vivir su infancia.
Desde el punto de vista de los servicios educativos, esto significa reconocer su valor estratégico y el papel que pueden desempeñar a la hora de favorecer o limitar el potencial evolutivo de cada uno.
Cuidado y aprendizaje se han convertido en dos palabras clave para expresar la identidad de un proyecto educativo destinado a la primera infancia.
El niño en el que pensamos es un niño completo, hecho de cuerpo y mente y deseoso de jugar, de conocer lo que le rodea, que no se sustrae al placer de la exploración, sino que lo busca, lo vive, lo ejercita.
Quiero empezar recordando tres aspectos de su pensamiento a los que ella misma se refirió en una de sus últimas intervenciones en Italia como importantes para superar la incertidumbre que caracteriza nuestro presente.
Primero: hacer de la Convención sobre los Derechos del Niño nuestra gran herramienta.
Segundo: hacer de la democracia nuestro estilo, nuestra manera de vivir con el otro y con los otros.
Tercero: hacer de las relaciones nuestra fuerza.
Me detendré en el primer aspecto, que se refiere a las conquistas que hoy podemos reconocer respecto al valor de la infancia y que Irene, con su pensamiento, nos ha animado a hacer emerger en los servicios, en la familia, en la comunidad adulta.
Podemos hablar de un niño cuyos derechos reconocemos, de un niño que ante todo tiene derecho de ser niño y de vivir su infancia.
Desde el punto de vista de los servicios educativos, esto significa reconocer su valor estratégico y el papel que pueden desempeñar a la hora de favorecer o limitar el potencial evolutivo de cada uno.
Cuidado y aprendizaje se han convertido en dos palabras clave para expresar la identidad de un proyecto educativo destinado a la primera infancia.
De hecho, podemos considerar el cuidado dirigido al niño como generador de posibilidades, entendido como una actitud de atención y sensibilidad hacia las necesidades de cada niño, una actitud que contiene un mensaje de reconocimiento y de afirmación de la identidad de cada uno.
Los niños y niñas nos demandan un cuidado que se refiere tanto a nuestra capacidad de leer y responder a sus necesidades con respeto, empatía y afirmación, como al compromiso de crear contextos en los que puedan encontrar oportunidades concretas para crecer.
El cuidado es, pues, una “práctica del cuidado”, es decir, una acción hecha de gestos, de palabras, de sentimientos positivos, de miradas que confirman que nos importa el bienestar del niño. Por ello, en los servicios para la infancia debemos tener conductas de proximidad física, afectuosa y empática y de control emocional positivo. Hablar de cuidado no es reforzar la dependencia del niño respecto al adulto, sino estar dispuesto a acoger y dar atención a cada niño, para sostener su crecimiento. Los niños piden a los adultos cercanía y relación, la capacidad de prestar atención a sus señales, necesitan sentirse seguros y crecer a pasos pequeños.
Todo niño y toda niña crece según su propio ritmo, que debe ser reconocido y aceptado, cultivando la escucha y la observación cotidiana, que sitúan al adulto en la posición de captar las señales que le llevan a reconocer la unicidad de cada niño y a tener comportamientos no estandarizados, apresurados y superficiales.
El mensaje que recibe el niño mediante un buen cuidado representa el primer paso para la construcción de una idea de sí mismo y de su propio valor. Esto es lo que abre el camino hacia una competencia fundamental: la capacidad de tomar iniciativas, de afrontar las relaciones sociales y de resolver problemas, y, por lo tanto, la capacidad de salir al mundo con la confianza de tener éxito.
El cuidado es una actitud que debe extenderse también hacia el entorno y las cosas que rodean al niño en los servicios educativos para crear lugares bellos y ricos en posibilidades, donde cada día los niños y los adultos puedan regresar con gusto.
Reconocer a cada niño, sus pensamientos, sus emociones, pero también sus acciones y su deseo de conocimiento, significa acogerlo en un lugar donde puede ser el protagonista de sus experiencias.
Hablamos, pues, de un niño que quiere ser protagonista de su crecimiento, que quiere ser “un aprendiz de pensamiento”, y de un adulto que debe favorecer su disposición a experimentar el mundo, proponiendo un contexto apto para la exploración y el conocimiento.
La palabra “contexto”, no elegida por casualidad, subraya la interrelación ecológica virtuosa que ha surgido en los últimos años en el pensamiento pedagógico entre los espacios, las relaciones y las opciones culturales y pedagógicas que definen la identidad educativa de cada servicio para la infancia.
El espacio no es el contenedor de propuestas prefabricadas, sino que representa un elemento de relación que pone en valor las interrelaciones entre los varios sujetos que lo habitan (niños, familias y educadores) en la perspectiva de una comunidad educativa: los servicios educativos como lugares de encuentro entre pensamientos, ideas, historias personales, interrogantes, saberes y oportunidades de ser y de hacer.
Debemos poner a disposición de los niños espacios adecuados que propicien la multiplicidad de sus necesidades, conjugando la exigencia de afecto y de cuidado con el deseo de exploración y de conocimiento, el sentimiento de intimidad con el placer de estar junto a otros. Espacios que comuniquen la atención que les dispensamos, espacios acogedores y que reconozcan a cada niño la posibilidad de ser verdaderamente activo, capaz de construir objetos, jugar con imaginación, imaginar y elaborar pensamientos originales y únicos.
A demás resultan indispensables las condiciones que estimulan a los niños a ser observadores de objetos interesantes, de materiales frágiles, de libros bellos, que promueven el aprendizaje implícitamente y no a través de un requerimiento de realización. Es necesario disponer las condiciones donde sea posible educar en la belleza, en el respeto hacia los demás y hacia el mundo, mediante de un entorno cuidadosamente preparado.
Las reflexiones de estos últimos años nos han llevado a la conclusión de que si queremos afirmar el papel activo de los niños en el aprendizaje, debemos recordar que no necesitan unos aprendizajes fabricados, sino unas condiciones favorables para el aprendizaje y, por lo tanto, unos espacios organizados para hacer y actuar. Ha sido un reto pedagógico que con los años ha conducido a un replanteamiento de la organización de las propuestas educativas para que sean cada vez más acordes con una idea de la infancia, la que contempla un niño con innumerables competencias cognitivas y sociales, con una predisposición favorable a las relaciones con otros niños y con adultos.
Asumiendo que los niños están motivados para volverse competentes a través de la experiencia espontánea y autónoma, estamos convencidos de que se requieren adultos que se preocupen sobre todo por crear las condiciones favorables para su desarrollo.
En este marco, el niño es visto como una persona que crece interactuando con el entorno en un proceso de reciprocidad donde ninguno de los dos está quieto; cada uno depende del otro. Así, los educadores están llamados a partir de los niños para ayudarlos a desarrollar su propio ser, están llamados a concentrarse menos en conseguir unos objetivos predefinidos, para dedicarse a proyectar un contexto que sea por sí mismo el continente que el niño pueda utilizar libremente. El niño nos pide espacios que puedan sostener las tramas del juego y la experiencia cognitiva, capaces de generar vías de crecimiento nuevas y evolutivas que sean siempre individualizadas y diversificadas; los niños quieren ambientes organizados, pero no demasiado estructurados, que puedan dejar espacio para cultivar un mundo interior propio, quieren un juego que nazca de manera espontánea y que se desarrolle sobre todo al aire libre.
Parece confirmarse así la idea de un niño que aprende libremente y que puede inventar situaciones, experimentar, tener la oportunidad de medir sus límites en una verdadera aceptación de la infancia.
En los últimos años se han planteado muchos interrogantes sobre los espacios exteriores de los servicios educativos y también, en este sentido, se ha reconocido el derecho al juego en la naturaleza como una de las necesidades irrenunciables de los niños de hoy. En el exterior es donde los niños pueden experimentar y donde son protagonistas indiscutibles, sujetos activos que exploran y buscan interpretaciones personales a través de su cuerpo.
El niño en el que pensamos es un niño completo, hecho de cuerpo y mente y deseoso de jugar, de conocer lo que le rodea, que no se sustrae al placer de la exploración, sino que lo busca, lo vive, lo ejercita.
Gracias, Irene, por las oportunidades que has ofrecido a muchos educadores de afirmar esta nueva idea de la infancia y sus derechos y por la energía que has dedicado a animar a los adultos cuya labor es ayudar a los niños a crecer a asumir su responsabilidad.