Mestre és aquell que ens allibera tornant-nos a la realitat de nosaltres mateixos i de les coses.
Carles Riba (1951)
¿Quién educa?
Educa quien lo hace desde la propia educación sentimental, desde la conexión íntima con el propio bagaje cultural; un bagaje cultural vivido, en primer lugar, como experiencia estética personal. Educa quien permite que esta experiencia inevitablemente le acompañe en su vida profesional en un bello ejercicio de traslación; como un impulso de la propia manera de vivir la escuela. «El arte —dice la maestra Maite Pujol en el prólogo del libro Art i joc (2009)— facilita que podamos establecer y ampliar conexiones entre diferentes elementos del entorno». Quien educa debe hacerlo desde la pasión por la cultura, atraído por «la inutilidad de lo inútil», en los términos de Nuccio Ordine (2013) cuando define «lo inútil» refiriéndose al marco humanístico, a los saberes sin beneficio. Educa quien irrumpe en la vida diaria escolar con propuestas expresivas abundantes, elaboradas y acompañadas de expresiones de todo tipo (literatura, arte, música, teatro, danza, etc.). Ya me perdonarán ustedes que traiga en el agua hacia mi molino, puesto que soy filóloga y muy amante de la literatura.
En mi experiencia personal de más de 30 años como educadora y profesora de futuros maestros, me he planteado siempre la educación en términos de país, en este caso mi país es Cataluña. Este ha sido siempre el espíritu de mi Facultad de Educación, en Vic (Barcelona), nacida hace ya 43 años como voluntad de construir un país y una lengua muy dañados por la represión franquista y por una mala transición. La educación es para mi un asunto de construcción colectiva y, por ello, en el terreno pedagógico, creo que es importante plantearse desde todos los ámbitos educativos pertinentes de qué manera los maestros y maestras deben ser modelo lingüísticos eficaces para todos los niños y niñas que están construyendo su base lingüística; acompañantes en la buena integración de un imaginario colectivo que se transmite por vía de la tradición oral y de la literatura escrita. Quien educa es un maestro lector y buen transmisor de la cultura oral. Desde aquí me gustaría lanzar un llamamiento a los maestros para que doten de calidad sus intervenciones orales y literarias, para que se esfuercen en la búsqueda constante de la perfección de uno mismo en el terreno del lenguaje y de la tradición oral.
¿A quién educar?
Todos somos autodidactas desde que nacemos. El niño se autoconstruye, llegó a decir hace ya muchos años Célestin Freinet; y lo hace con trabajo, responsabilidad y a través de una organización colectiva cuidada por el adulto, añadió este pedagogo y maestro francés. Esta idea implica, en educación, un posicionamiento concreto. En efecto, si el niño se autoconstruye, la labor del maestro o la maestra es proporcionar experiencias de calidad y muy ricas para que esta autoconstrucción llegue a buen puerto. Si es así, el niño conectará su vida con las diferentes experiencias que tengan lugar en la escuela; su vida con la interacción con los adultos y, a la vez, su vida con las ocasiones de trabajo y exploración con buenos y ricos materiales. De esa forma tendrá lugar su autoconstrucción. En la escuela de Logroño Montessori Schoolhouse, cuando llegaban los niños al centro disponían de un lugar específico donde poder cambiarse los zapatos de calle por otros cómodos, donde dejar sus mochilas y sus chaquetas. La claridad de los elementos preparados para realizar todas estas acciones convertía este momento en una ocasión rica en matices: en el amplio vestíbulo había un lugar para cada prenda, un elemento mobiliario para cada acción: un casillero abierto para la mochila, la chaqueta y los zapatos y un banco de madera para cambiarse de zapatos; un banco con un mensaje oculto: cuando el niño se cambiaba sus zapatos, podía observar el exterior lleno de plantas. Y todo, interior y exterior, era un reclamo que le invitaba a actuar con calma.
Todos ustedes conocen hasta la saciedad la frase «El niño es el padre del hombre». La doctora Montessori, que era pedagoga neuróloga y antropóloga, dio a esta frase un sentido que vendría a ser la confluencia de estas tres dimensiones científicas: era una mirada hacia el niño al cual atribuía ser maestro para los adultos (pedagogía), sabio desde el nacimiento y con capacidades increíbles para desarrollarse dentro de un entorno humano (neurología) y con capacidad para relacionarse y absorber de su entorno (antropología). De él, del niño, tenemos mucho que aprender. Aunque lo cierto es que la escuela de hoy, en pleno siglo XXI, continua pensando al revés: que el niño es un ser imperfecto al que hay que educar y adiestrar para que llegue a adulto. Si nos detuviéramos en esta idea de la doctora italiana, quizás saldríamos de nuestro espejismo, de nuestra mentira. Y quizás nuestro orgullo se reduciría a cenizas, porque observar al niño es darse cuenta de que sigue, sin esfuerzo, a su propio maestro interior, una especie de guía que le va orientando para llegar a alcanzar el dominio del movimiento corporal, la perfección del lenguaje, sus capacidades y potencialidades sensoriales, matemáticas… para convivir con las personas. Y como consecuencia, si nuestro punto de vista fuera diferente, nos daríamos cuenta de que, como adultos, tenemos mucho qué aprender, porque es el niño quien nos va guiando.
Por todo lo que acabamos de decir, es necesario crear, en la escuela y en el aula, situaciones de calidad dirigidas a este niño que nos precede como modelo humano. Deberíamos organizar espacios con objetivos inteligentes y al mismo tiempo seleccionar materiales de alto voltaje adecuados a estos objetivos, y no como decimos en catalán «de per riure», es decir, de poca altura, engañosos. Me preocupa muchísimo que nuestra mirada hacia la educación del niño de 0-6 años contenga todavía ese lastre del juego eterno, ese tópico de las fichas, este silbido permanente de que las cosas frágiles se rompen en las manos del niño porque su motricidad es poco estable.
He sido durante dos años responsable de Laboratoris de Formació i Recerca en Educació Infantil de la Facultad de Educación de la UVic-UCC, junto con la profesora Berta Vila. En estos laboratorios o aulas de simulación 0-6 años, hemos contado y contamos —yo ahora como profesora emérita—con un gran equipo profesional de maestras para crear y organizar diferentes modelos de espacios y materiales. El objetivo es invitar a futuros maestros, a enseñantes en ejercicio, a profesores universitarios e investigadores en educación a observar y reflexionar sobre los materiales y sobre la organización de los espacios en el aula y en la escuela. En estos laboratorios hay espacios y materiales que cumplen diferentes objetivos en la educación infantil: vida práctica, sensorialidad, experimentación, educación literaria, ciencias naturales, expresión escrita, matemáticas… Uno de los espacios de vida práctica es el de la preparación de las mesas para comer. Se observa, a primera vista, una mesa puesta con una alacena al lado que contiene materiales y utensilios de mesa (platos de cerámica, vasos de cristal, sopera, bandejas, etc.); todos estos materiales están colocados al alcance de los niños, para que puedan ser ellos mismos los protagonistas de preparar el ambiente agradable para la hora de comer. reflexionamos con los visitantes —ya sean maestras, estudiantes o investigadores— sobre la necesidad de disponer de este espacio en la escuela con los niños de protagonistas. De como puede ayudarlos a perfeccionar el movimiento (trasladar objetos frágiles, vaciar y llenar jarras, colocar a cada plato sus cubiertos, vasos y servilletas, etc. I, si los niños pueden ocuparse ellos mismos de preparar las mesas y también de limpiar después el espacio, como esto interviene en la socialización. Todo se rompe, todo tiene su lugar: qué bello ejercicio de movimiento! Que ejercicio de solidaridad y de convivencia!
El niño sigue las tendencias humanas en un período sensitivo muy concreto que va de los 0 a los 6 años. Y el rol del adulto es, en primer lugar, conocer esas tendencias y, a continuación, preparar el ambiente (aula, escuela, etc.) para que esas tendencias puedan desarrollarse. Estamos hablando en primer lugar de la tendencia al orden. Me impresionó hace ya muchos años el concepto de orden de mis queridos colegas de los Servicios Municipales de Educación 0-6 de Pistoia, en aquel momento coordinados por Ana Lia Gallardini, Lucia Brescii y Donatella Giovannini. Tomé conciencia del valor del espacio ordenado en aquella bella ciudad toscana. De como el niño valora y aprecia la claridad diáfana del orden de los elementos. Los objetos pueden ser más sencillos o más sofisticados, pero el orden es importante. Año tras año comprobé en Pistoia que el ideario sobre el orden no solo constaba de palabras, sino que en cada escuela de Pistoia la consigna se reflejaba a la perfección. Podemos hablar de otra tendencia humana, la concentración, o si se prefiere, el derecho del niño a poderse sumergir en una actividad individual o de pequeño grupo sin ser molestados por su propio entorno. Para que la concentración sea posible, se requiere sensibilidad y un buen saber hacer del adulto a la hora de prepara el ambiente para que el niño actúe sin interferencias. Preparar el ambiente para la concentración requiere educar también y al mismo tiempo la libertad y la autodisciplina de los alumnos para poder respetar la libertad de los demás y respetarse a si mismos. De hecho, estos son los pilares de la democracia: Vive de acuerdo a las normas colectivas y deja vivir. Respétate a ti mismo y respeta a los demás. Pero, pongamos como ejemplo, si el ambiente de lectura de libros está situado en una zona general de paso en la escuela y el niño se ve acuciado por innumerables interrupciones mientras lee, su libertad no le es respetada. Y a la vez, si no enseñamos al pequeño lector que ha elegido la lectura como opción a poder ejercer su responsabilidad, ¿cual es nuestra función en esta actividad?
Los niños y niñas tienen una oferta de material sin ninguna directriz de como utilizarlo, cada uno hace libremente segun su creatividad.
«Lo hago yo», nos dice constantemente el niño, siguiendo su propia tendencia al trabajo. I aquello que ha iniciado el adulto lo continúa el niño, o lo continúa el adulto junto con el niño. Una valoración de este concepto de «trabajo» nos acerca de inmediato a la idea de que el aula o la escuela son espacios de construcción colectiva; son territorios de innumerables esfuerzos compartidos. Siempre me pregunto ¿por qué razón el área de vida práctica tiene tan poco valor en la escuela, cuando a mi modo de ver da al niño seguridad de movimiento y, a la vez, sentido colectivo y sentido a su trabajo y responsabilidad? En la variedad de escuelas que he visitado he percibido dos actitudes, y las voy a mostrar con dos ejemplos. En una de ellas, el snack de media mañana lo preparaban los padre y madres que disponían de horas libres por la mañana. Esta organización tenía una ventaja: las familias participaban de la vida diaria de la escuela; pero a la vez, una desventaja: los niños perdían su oportunidad de actuar. En la otra escuela, los niños de la clase iban a buscar las cestas de la merienda en la cocina, las traían al aula, preparaban las mesas limpiándolas, sacaban el material de las cestas y lo iban exponiendo en sus bandejas respectivas. A continuación, cada niño se servía la merienda en su plato y se lo traía a su mesa. Era un trabajo colectivo, organizado, con la implicación de todos. Y el trabajo del maestro era hacer posible —que no es poco— esta maravilla.
El «lugar» del educador
Una vez leí un manifiesto en que el profesor y escritor Segimon Serrallonga, que daba clases en la Facultad de Educación de la Universidad de Vic decía a los escritores jóvenes: «Quién no trabaja por una causa, en favor de un interés más amplio, una causa que abarque desde el interés personal más hondo hasta el interés general más extenso, no es digno de escribir ni una sola línea». Me gustaría añadir que esta aseveración aplicada al ámbito de la educación puede traducirse por «no puede quedarse ni un solo día más en la escuela». Son palabras dirigidas a quien debe saber elevar su labor desde las motivaciones personales, las del día a día, hacia el interés más general de como es necesario educar y trabajar en equipo, por una causa, por un país, por la democracia. El maestro que necesitamos tiene un compromiso incorruptible con sus propios ideales, pero también sabe situarse en un eslabón más elevado, entre la reflexión constante, la tradición y la innovación. Tiene el compromiso cotidiano de transformar las inercias en propuestas valientes pero inteligentes; las rutinas en oportunidades sólidas de vida colectiva. Debe obviar las consignas rutilantes y las modas ambientales ocasionales y trabajar en equipo con objetivos sólidos, pensando siempre que ante sí tiene a niños inteligentes.
El niño es, él mismo, mundo y naturaleza. Hay harmonía entre él y la naturaleza. Podríamos decir que en él no se ha desvinculado todavía la parte humana de la parte divina. Éste es sin duda un sentido espiritual del concepto de infancia; casi poético, más bien cósmico. Es una idea que tiene un sentido ecológico, biofílico y ambiental a la vez. Desde mi punto de vista lo tuvieron en cuenta grandes pedagogos como Rousseau, Pestalozzi, Fröebel, las hermanas McMillan, Malaguzzi o Freinet, entre otros. El niño es él y su entorno: su barrio, su pueblo y su ciudad, nos lo enseñaros la grandes experiencias de Reggio Emilia. El binomio naturaleza y educación; el binomio niño y entorno son inseparables.
El lugar del educador es el de la libertad. «Enseñar no es adoctrinar», tampoco es «imponer», afirma Jaume Carbonell en L’educació és política (2018). La educación es diálogo constante y también respeto a la libertad del niño. El maestro que necesitamos debe intentar saber en qué consiste la libertad del niño y cual es su propio papel para respetarla, a través de qué organización del aula, de qué materiales naturales, bellos e inteligentes. Pero sobretodo debe saber qué limitaciones conlleva la libertad. Y no solo intuir la libertad como una consigna. Estamos en tiempos de demasiadas intuiciones, de excesivos tanteos sobre la imagen del niño y de su derecho a la libertad. Y, sin embargo, en nuestras aulas seguimos creyendo que una tarde de ambientes donde los niños pueden elegir a cual de ellos ir ya es una señal de nuestro respeto por su libertad. «Haz lo que quieras, pero en el resto de la semana yo te diré que es lo que tienes que hacer».
Me gustaría apuntar dos ideas acerca de la libertad del niño. La primera es que el concepto de «libertad del niño» debiera conducirnos también al concepto de «independencia del niño» con respecto al adulto. De hecho, el niño se libera del adulto cuando es capaz de actuar libremente y por su cuenta, aceptando eso sí una serie de límites y teniendo en cuenta que puede elegir a nivel personal en un entorno formado por otros niños que tienen sus mismos derechos. Es aceptación y elección. Es libertad y autodisciplina. Es un yo entre otros yos. La libertad así entendida comporta disponer de un aula organizada para que el niño pueda moverse por si mismo expresando así su voluntad de elección entre muchos materiales. Se trata de una elección que no es vulgar, sino que conlleva tomar «aquella» entre otras muchas opciones, y llevarla hasta el final aceptando las condiciones de esta elección. Vemos demasiados niños que corretean de un espacio a otro sin rumbo, picoteando sin explorar a fondo; merodeando por el solo derecho de ser libres en la elección. Vemos demasiados niños privados de realizar una actividad porque el adulto le dice «Esto ya lo has hecho» o «Elige entre esto y esto». Trampa! Cuánto nos queda por aprender de esta libertad!
La segunda idea tiene lugar en el entorno pedagógico de Reggio Emilia, donde se trazan itinerarios educativos en que pequeños grupos de niños y maestros acuerdan realizar proyectos de trabajo conjunto. Suelen ser propuestas creativas, abiertas y sin límites, lo cual permite llegar a horizontes extraordinarios. Suelen ser talleres de exploración i creatividad con materiales muy bien acondicionados al objetivo u objetivos que se pretenden y con espacios preparados que abarcan des de los más sencillos hasta los más sofisticados; desde los más clásicos hasta los más avanzados. Y donde la libertad del niño es respetada a fondo. Pero no hace falta ir hasta tan lejos. Tenemos buenas muestras en nuestro territorio: la escuela Les Pinediques de Taradell (Barcelona). De este parvulario son conocidos sus talleres integrados i sus propuestas audiovisuales en las que participan maestros y niños convocados por un trabajo conjunto de conocimiento y creatividad. Es el rigor de saberse participantes y de aprender conjuntamente.
He escrito estas reflexiones sobre educación a propósito de la muerte de mi amiga Irene Balaguer. Ella fue mi maestra en la Facultad de Educación de Vic, junto con M. Antònia Canals, Teresa Buscar o Jaume Carbonell, entre muchos otros ilustres nombres. De ellas aprendí a descubrir el niño en toda su complejidad y sus múltiples inteligencias. Además con Irene descubrí Pistoia, a la que ella llamaba en el monográfico «Las escuelas infantiles de Pistoia» en Cuadernos de Pedagog ía (2010), «un esfuerzo de generosidad y creación colectiva». Como ciudadana de Vic, puedo decir que sin Irene Balaguer las escuelas infantiles municipales de Vic no existirían; fue ella quien se empeñó en que una ciudad tan atenta a la cultura, al saber y a la pedagogía como Vic, debía disponer de buenos ejemplos de educación para los niños más pequeños. Y así se lo hizo saber al alcalde de entonces, Jacint Codina, y así comprometió ella, en la primera etapa de su nacimiento, a mi Facultad de Educación de la UVic. Y ahí están estas escuelas municipales, cumpliendo el legado de Irene Balaguer de ser de buena calidad. Gracias Irene. A ti te dedico estas reflexiones, con todo mi amor.
Barcelona, Caixa Fórum, 6 de julio del 2019
Bibliografía
Pujol, M.; Bernal, M. C.; Rierola, M. (2009).
Art i joc. Vic: Eumo Editorial- H. Associació per a les Arts Contemporànies.
Ordine, Nuccio (2013). La utilitat de l’inútil.
Barcelona: Quaderns Crema.
Carbonell. Jaume (2018). L’educació és política.
Barcelona: Octaedro.
M. Carme Bernal Creus
Maestra y doctora en Filología